Introducción a la estética hegeliana






















Gianni Vattimo.



Introducción a la estética hegeliana.





Curso de estética del año académico 1969-1970





Traducción:



Orlando Arroyave Valencia.


Estudio preliminar.

La importancia del texto.

En el año 1971 Vattimo escribió un texto que llevaba por título Introduzione a Heidegger[1]; el mérito de este texto consistió en haber presentado de manera sistemática toda la propuesta filosófica de dicho pensador, tarea no muy fácil de realizar dada la extensión de su producción filosófica. Además, para la época en que fue escrito el texto se hablaba de un primer y un segundo Heidegger, el Heidegger de la Kehre o el giro, y la mayoría de las interpretaciones sobre el pensador de la Selva Negra, pensaban que había una especie de ruptura entre el primero y el segundo; sin embargo, Vattimo fue uno de los primeros pensadores en evidenciar que no existe tal ruptura sino una continuidad; y esto lo muestra en dicha obra.

En dicho texto, Vattimo, de una manera pedagógica y sistemática va llevando al lector a introducirse en la propuesta filosófica de Heidegger y de esta manera ayuda a eliminar los prejuicios que pueda tener el lector cuando considera que Heidegger es un pensador tan difícil de entender que se hace imposible de comprender.

Otra característica de dicho texto consiste en que Heidegger es uno de los pensadores que más influyó en la propuesta filosófica de Gianni Vattimo, por eso quien quiera conocer la propuesta del autor del pensamiento débil debe necesariamente conocer cuáles son los elementos filosóficos del pensador alemán que más influyeron en el italiano; y esta obra se presenta como un material excelente para realizar dicho proyecto.

En 1985, Vattimo publicó en italiano su texto Introduzione a Nietzsche[2], el que tiene como como gran mérito presentar de manera y sistemática toda la propuesta del pensador alemán. Como es bien sabido, este pensador es asistemático, toda su propuesta filosófica está presentada a través de aforismos, máximas y sátiras. Vattimo en dicho texto, presenta a un Nietzsche que desarrolla su pensamiento llevando un hilo conductor que lo traspasa desde los inicios de su producción filosófica hasta el final.

Nietzsche, al igual que Heidegger es otro de los pensadores que más ha influido en el pensamiento del pensador turinés, por eso quien quiera conocer a este pensador deberá conocer la propuesta del pensador alemán y una de las mejores maneras es este texto.

En el año 1968, Vattimo publicaba un texto que lleva por título Schleiermacher filosofo dell’interpretazione; el mérito de dicho texto, al igual que los mencionados anteriormente consiste en presentar de manera sistemática la propuesta hermenéutica de otro gran pensador difícil de entender, dado el carácter asistemático de su pensamiento. En él, Vattimo toma todos los discursos que Schleiermacher pronunciara sobre la hermenéutica y trata de darles un orden sistemático.

Una vez que el lector ha leído el texto puede comprender un horizonte conceptual fundamental para la filosofía contemporánea, pero a la vez muy desconocido para los lectores de habla hispana. Schleiermacher es otro de los pensadores que tiene una gran influencia en el pensador turinés.

Por esos mismos años, 1969-1970, Vattimo da un curso sobre la estética hegeliana que lleva por título Introduzione alla estética hegeliana; es un curso que se conseguía bajo la forma de notas de clase y fueron publicadas por la editorial Giappichelli de Turín; tiene anotaciones hechas a mano, por el mismo autor, para recalcar las ideas que consideraba más importantes, está escrito en máquina de escribir; el texto que tratamos de traducir lo hemos conseguido en la fundación Luisa Guzzo en la Universidad de Turín; agradecemos el hecho de habernos permitido fotocopiarlo, ya que para los estudiosos de Vattimo constituye un documento precioso sobre todo en el momento de rastrear su itinerario filosófico.

Las principales características que hacen importante este texto son: primera, es un texto que introduce de manera pedagógica dentro del pensamiento hegeliano expresado en la Fenomenología del espíritu; quienes hayan trasegado por los caminos del pensador alemán representativo del idealismo alemán, saben lo difícil que es entender dicha propuesta filosófica; el sistema filosófico de Hegel es tan abstracto y difícil de entender que quien intente comprenderlo debe servirse de una introducción, y la obra de Vattimo es una feliz ocasión para realizar este propósito.

La segunda característica es que Vattimo, en este texto, propone una explicación de la estética de Hegel contenido en los últimos parágrafos de la Fenomenología del espíritu y en la primera parte de las Lecciones de estética, estudio en el cual esclarece algunos conceptos básicos.

La tercera característica consiste en el hecho según el cual el gran proyecto macro dentro del cual se ubica la reflexión vattimiana sobre Hegel es un estudio en torno al Idealismo y el Romanticismo alemán. Según esta línea directriz puede entenderse por qué a lo largo del texto, Vattimo permanentemente está haciendo una continua referencia a Kant, a los hermanos Schlegel, Winckelmann, Schiller, y la problemática estética que tuvo una gran preponderancia para la disputa que se presentó entre romanticistas e idealistas.

Según lo expresado anteriormente puede entenderse por qué para Vattimo la disputa entre Idealismo y Romanticismo, al igual que las propuestas de Nietzsche, Hegel, Schleiermacher, Heidegger, Pareyson y Gadamer se convierten en paradigmáticas para comprender la cultura contemporánea; unos de ellos se convierten en la puerta de entrada a la cultura actual y otros son pilares fundamentales para comprender el mundo tardo-moderno y posmoderno. La época posmoderna encuentra que la propuesta hegeliana es el último gran sistema metafísico que se desarrollara en la cultura occidental, pero a la vez, se convierte en el germen de muchos de los conceptos básicos para explicar la época posmoderna y el pensamiento débil.

La propuesta filosófica de Gianni Vattimo y su relación con la introducción a la estética de Hegel.

A modo de introducción se proponen unas cuantas líneas directrices que ayuden a ubicar el texto dentro de la propuesta filosófica de Gianni Vattimo.

En el texto El sujeto y la máscara[3], Vattimo intenta rastrear aquellas máscaras que la cultura occidental ha utilizado para disfrazar los perennes problemas de la metafísica; en nombre de la búsqueda de la verdad, ésta termina siendo ilusoria, producto del mismo hombre y no un ser trascendente, sujeta a una época, a una cultura y a una comunidad; donde el hombre busca un ser trascendente, termina encontrándose a sí mismo; este texto sobre la estética en la  Fenomenología del espíritu y en las Lecciones fue el primer eslabón que le ayudó a Vattimo a descubrir esta realidad humana e intrascendente. En síntesis, se podría decir que la base que le sirve a este pensador para elaborar aquel texto fueron estas lecciones sobre la estética hegeliana.

Uno de los textos más antiguos de Vattimo y muy poco mencionado es su Hipótesis sobre Nietzsche[4], el que originariamente fue publicado en 1967 y que apareció recientemente en su texto Diálogo con Nietzsche[5]; en dicho texto ya aparece el problema del eterno retorno de lo mismo, la voluntad de poder, la crisis de la subjetividad, el nihilismo, problemas que Vattimo encontrará reflejados en la obra monumental de Hegel y que históricamente, antes que a Nietzsche, hay que remitirse a Hegel para encontrar en él su punto de partida o su confirmación; con este hecho se está evidenciando que el punto de ruptura entre el pensamiento débil y el pensamiento fuerte es Hegel.

En un tercer momento hay que relacionar a Vattimo con su maestro y amigo Gadamer. A este respecto es necesario reconocer cuánto estima Gadamer la obra de Hegel, aprecio que muy seguramente, este, a su vez, había recibido de su maestro Heidegger, estima que en Gadamer se puede rastrear en textos como la dialéctica de Hegel[6], en Verdad y método[7], en La actualidad de lo bello[8]; no es muy difícil argumentar que Vattimo experimentaba la misma simpatía por Hegel, simpatía que muy seguramente se la transmitió Gadamer.

Finalmente hay que mencionar otro posible hilo conductor que ayude a encuadrar este texto de Vattimo sobre Hegel, nos referimos al problema de la subjetividad. El texto sobre Hegel permanentemente está haciendo referencia al problema del sujeto, que se manifiesta como conciencia, autoconciencia y razón, como extrañamiento, como lejanía en cuanto se manifiesta en la otredad objetiva del espíritu objetivo y como vecindad y cercanía en cuanto se descubre como autoconsciente. El mismo sujeto se manifiesta como máscara, como historia, como institución, como época; como siendo y no siendo al mismo tiempo; como el ser que va siempre tras un fundamento sin poderlo alcanzar; un ser que hace experiencia de sí mismo y de lo otro solo bajo la mirada siempre huidiza que le propicia el nihilismo. Estas y muchas otras son las razones por las que Vattimo hablará junto con Heidegger de una crisis del sujeto[9]; crisis que irá acompañada, a su vez, de una nueva forma de considerar la ontología no bajo los caracteres luminosos de la eternidad, sino bajo los caracteres del declinamiento y de la mortalidad[10]. Justamente estos temas ya se pueden encontrar en este texto sobre Hegel; en él Vattimo ensayará una y otra vez el encuentro y reencuentro del hombre consigo mismo a pesar de las posibles y aparentes lejanías dialécticas en las que se encuentre sumergido; siempre detrás de la cortina aparente de la lejanía se avizora el hombre y solo el hombre como centro, como periferia, en lo profundo y en la superficie.

Ahora queremos resaltar algunas dificultades en la traducción. La primera es que Vattimo se sirvió de la traducción italiana de la Fenomenología que hizo Enrico di Negri en el año de 1960; traducción que fue hecha en dos tomos, esta es la razón por la que en los pie de página aparece tomo I o tomo II; luego en el año de 1996 salió la misma traducción en un solo tomo, el que Vattimo conoció porque en algunas notas de pie de página colocó la cita de la antigua tradición y seguidamente con lapicero la edición posterior; nosotros hemos intentado cotejar dichas citas, aunque no se han podido hacer finalmente todas, cosa que el autor tampoco hizo. Se procedió de la siguiente manera: primero se cita la antigua traducción de Negri y luego se cita la nueva edición.

En segundo lugar, al cotejar la traducción italiana con la traducción española encontramos que hay mucha diferencia entre una y otra traducción, razón por la cual no nos quisimos servir de la traducción española, sino que hicimos nuestra propia traducción del italiano directamente al español; por esta razón si se cotejan las traducciones se notarán inmediatamente las diferencias abismales entre una y otra.

En tercer lugar, la traducción tiene sus momentos en que intenta ser muy libre, en que se limita a escuchar ecos y resonancias prefiriéndolas a la literalidad del texto, por lo demás aquí nos apoyamos en aquello que Gadamer alguna vez dijera respecto a su discípulo Vattimo y a la traducción que este hiciera de Verdad y método al italiano:

In veritá, il traduttore capace é tale perché no si perde mai nel testo che debe tradurre identificandosi dogmaticmante con esso, ma, grazie alla sua fantasia especulativa, é sempre in grado di cogliere ovunque, e di tenere ben fermi, echi, annunci, possibilitá aperte e ambiti problematici nuovi. É quella che volentieri si Chiama una traduzione libera: e davvero lo é, se la distingue da una traduzione servile. In tutte le cosiddette traduzioni affidabili, fedele al ecceso, no si puó non avvertire un tono fondamentale: lo stridere di una catena[11]

Orlando Arroyave Valencia.




























Primera parte.



El arte en la Fenomenología del espíritu.


1. La Fenomenología del Espíritu como introducción al sistema hegeliano.

Para acercarse al pensamiento hegeliano es necesario hacerlo a través de una introducción; esta Hegel la realiza en la Fenomenología del Espíritu; ella además de ser una introducción a su pensamiento, es una demostración de su sistema filosófico y representa la conclusión de un proceso de maduración sobre el hombre, donde Hegel se propone mostrar su propia fisonomía filosófica dentro del concierto de la filosofía alemana del siglo XVII y que tiene sus dos máximos exponentes en Fichte y Schelling. Es su primera obra, que fue publicada en 1807 y solo es precedida por ensayos de menor índole.

El problema que la Fenomenología del Espíritu intenta resolver es el de la conducción del sujeto desde lo particular, situacional y finito hacia lo universal y abstracto; en este sentido, la Fenomenología del Espíritu se sitúa dentro del idealismo alemán, éste intenta ubicar al hombre en una situación que lo conduce desde el punto de vista común y ordinario hasta el punto de vista filosófico; con ello, además, se presenta una relación directa con el racionalismo ilustrado que rechaza toda pretensión de encontrar la verdad en lo meramente empírico y en lo inmediato.

Para Hegel hay conocimientos inmediatos, es decir, conocimientos que por sí mismos no se dejan mediar, es decir, no se dejan insertar en un contexto lógico de premisas mayores o menores que los expliquen; conocimiento inmediato es un conocimiento base, un conocimiento verdadero y evidente en sí mismo.

Para Hegel un conocimiento mediato es el conocimiento que se deja mediar entre una premisa mayor y una conclusión o premisa menor; es el que se puede colocar en relación con otros conocimientos para ser clarificado en función de su evidencia.

Schelling en su texto Cartas filosóficas sobre dogmatismo y criticismo[12] intenta abordar el problema que Hegel afronta en su Fenomenología del Espíritu; en términos hegelianos se puede decir que el problema que hay que resolver es el hecho según el cual el sentido común constantemente está afrontando términos que no se dejan mediar y que constituyen la base de todo otro conocimiento, es decir términos inmediatos.

Para Hegel el punto de vista común está caracterizado por el hecho de que en él se presentan conocimientos inmediatos, es decir, no mediables, por ejemplo, en la relación sujeto-objeto, este segundo término se constituye como algo inmediato ya que el sujeto solamente se limita a describir, narrar y rendir cuentas de lo que aquel es, podría decirse que el sujeto no aporta nada al conocimiento del objeto; el sujeto no agrega nada nuevo al objeto, se limita a dar cuenta de este, siendo siempre una descripción fatalmente incompleta.

De aquí se desprenden amplias consecuencias para el pensamiento, de entre las cuales se evidencia el carácter incompleto en la descripción que el sujeto hace del objeto; el hecho de no poder rendir cuentas de dicha relación entre sujeto y objeto, además el no poder dar cuenta exhaustiva de dicha relación, ni la pertenencia del sujeto al ser; esta posición hegeliana hace ver, con gran claridad, los límites de la razón, ya que el hombre fatalmente se limita a un reconocimiento de los caracteres del objeto sin poder dar razón del mismo.

Para Hegel, el hecho de descubrir que toda la realidad es algo que se deja mediar, es esencial, ya que ello significa que es racional; en este sentido la mediación se hace cercana a la racionalización, él es fundamentalmente un racionalista; dicho papel mediador tiene sus raíces profundas en el joven Hegel que era un simpatizante de la revolución francesa.

Para el racionalismo clásico, la razón es algo inmediato que se presenta como mediato, así ocurre por ejemplo en el pensamiento de Descartes; para Hegel, la razón es lo que se presenta como auto-transparente e igual para todos los hombres; ella es el supremo tribunal al que todo se debe someter, sin que ella misma se someta a nadie; la razón es algo transparente que se sitúa frente a lo caótico que se encuentra en las pasiones y en los intereses empíricos de los individuos.

Frente al postulado de la tradición racionalista, según el cual, la razón es aquello que manteniéndose en sus propios límites, juzga, pero no es juzgada; frente a esto, Hegel asume una posición crítica, ya que para éste la razón es evolutiva, es algo que está en continuo movimiento, algo mutable, y en este sentido la razón es mediable; así, cuando el hombre reconoce que la razón deviene y acontece, entonces en ella misma se presenta un movimiento de mediación; lo mismo sucede cuando el hombre explica su posición actual en la historia, y cuando explica aquello que la razón es lo que es actualmente.

2. El idealismo hegeliano.

La verdad es una categoría lógica ya que no existe una realidad última, ni una inmediatez a la que podamos llegar, esto puede inferirse del hecho de que todo se presenta como mediación, devenir y proceso; en este sentido, puede decirse que, no se da un dato último que podamos experimentar como verdad última, ya que tanto la razón como el mundo son procesos. Si las cosas se presentan de esta manera, entonces ¿En qué sentido podemos decir que la filosofía de Hegel es idealista y que para él la realidad es Espíritu puro?

La base teórica del problema radica en la noción de sujeto, la que en la Modernidad no es solo propuesta por Hegel, sino que, también, es tema de discusión en la filosofía antigua. El sujeto es aquello que permanece como base inamovible a pesar de todos los cambios y accidentes inherentes al mismo; sin embargo, Hegel ve que cuando el pensamiento se sumerge en dichas cuestiones, necesariamente se encuentra con un mar de contradicciones, estas son las que trata de abordar en la primera parte de la Fenomenología del Espíritu.

La solución a dicho problema se presenta cuando, no solo se piensa el sujeto como si este fuera un sustrato, sino, además, cuando se piensa desde la identidad; pero una identidad que jamás llega a ser plena, sino que está en continuo proceso de plenitud. La identidad no es sumatoria, no es sucesión continua que suma un acontecer a otro, sino que es un continuo proceso del acontecer bajo el signo teleológico que mancomuna lo diferente en lo idéntico; se hace idéntica pero no como algo definitivo sino como un continuo hacerse. Algo parecido sucede cuando tratamos de explicar la existencia humana, ya que el hombre no es la sumatoria de sus experiencias, sino que sus vivencias y sus experiencias están todas mancomunadas en un solo empeño: ser plenamente hombre; pero, a su vez, este ser hombre es algo que se va haciendo, algo que se va alcanzando; cada nueva vivencia, cada nueva experiencia son una confrontación con su propio ser de hombre. Las etapas del razonamiento que Hegel hace se pueden resumir así:

1. El pensamiento filosófico se distingue del pensamiento común por el hecho de que para el primero no hay realidades inmediatas, ni términos últimos; toda realidad es mediata, pues puede ser explicada, es decir, mediada por el razonamiento.

2. La razón tampoco es inmediata, ya que tiene una historia, ella deviene y acontece.

3. Para el razonamiento todo es mediable, todo es el resultado de un proceso; el razonamiento, con el que tratamos de explicarnos alguna cosa, reconstruye este proceso.

4. El ser es devenir y acontecer, esto es algo que se desprende de la negación de la inmediatez; pero a la vez, en ello se puede pensar el tema de la identidad entre razón y mundo; tanto la razón como el mundo se pueden identificar bajo el signo del devenir.

5. El devenir solo puede ser pensado como algo que acontece en un sujeto y a un sujeto.

6. La sustancia solo puede ser pensada como subjetividad espiritual y se considera como lo idéntico, lo que está en la base de lo diverso; solo de esta manera se puede entender el devenir.

7. El idealismo hegeliano consiste en afirmar que la realidad es mediación permanente; el espíritu es constante mediación, unidad de mundo y razón, un continuo enriquecimiento y encuentro de identidad a través de los cambios.

8. La dialéctica no es más que el proceso en el que el espíritu se reencuentra a sí mismo en la diversidad.

9. Los tres momentos que caracterizan la dialéctica: tesis, antítesis y síntesis no son más que la articulación del movimiento en el que el espíritu es sí mismo, este es el caso de la tesis; es sí mismo en lo diverso, este es el caso de la antítesis; y el reencuentro como idéntico en lo diverso, es el caso de la síntesis.

3. Historia del individuo e historia de la especie en la Fenomenología del Espíritu.

¿En qué consiste el pasaje que va desde el punto de vista común hasta el punto de vista filosófico que la Fenomenología del espíritu se propone describir y ampliar?

Existe una profunda unidad entre mundo y razón ya que ambas realidades tienen una historia y un acontecer histórico. Este no solo es el reconocimiento de un hecho, desde el punto de vista filosófico, sino que es además un evento y un acontecimiento que sucede en la historia del espíritu donde se presenta la unidad de mundo y de razón.

El ser, en su esencia más profunda, es pura subjetividad, su aspecto esencial es el espíritu, es espiritualidad, subjetividad espiritual que se realiza en el hombre y en la conciencia de sí y del mundo.

El ser, sirviéndose de la religión, el arte y la filosofía, actúa a través de estas; actuación que realiza plenamente la concreción de la subjetividad; en estas formas del espíritu absoluto culmina lo real ya que ellas, fundamentalmente, son subjetividad.

El hombre, en cada momento de la historia, tiene una conciencia de sí que se concretiza a través de las formas del saber universal; este, a su vez, se concretiza en la religión, el arte y la filosofía. La universalidad se presenta en el hecho de que estas formas no son expresión de un individuo, sino que son formas en las que se concretiza la conciencia de una época, de una sociedad y de una cultura. Según esto, a todo tipo de arte, le corresponde una determinada sociedad, un cierto mundo histórico. La universalidad de las formas del espíritu rechaza la inmediatez, sin embargo, está ligada a la historicidad de la razón; según esto no hay un único punto de vista racional del mundo, por el contrario, se da un punto de vista que la razón alcanza, de la realidad, en ciertas formas del espíritu general. Justamente, porque la universalidad no es algo que se alcanza de manera uniforme, sino de una razón que acontece y deviene, por eso mismo, el individuo, no posee una forma única de racionalidad alcanzada a través de un proceso reflexivo, de modo que éste pueda decir que solo él es la razón universal, que en él se encarna la misma. La razón no es universal en el sentido que es igual para todos, ella es universal, en cuanto, es el modo de ver el mundo propio de una época histórica, de una sociedad y de una comunidad concreta, y el individuo posee dicha racionalidad sólo en cuanto pertenece a esta comunidad y a esta época.

El pasaje del individuo de lo particular e inmediato a lo universal se presentará cuando sea capaz de adecuarse consciente y explícitamente a la conciencia que su tiempo tiene de sí, al espíritu de su tiempo, es decir, a la razón concretamente universal que en aquel determinado momento tiene del desarrollo espiritual.

El individuo debe reconstruir en sí mismo dicho desarrollo espiritual para poder alzarse hasta este punto de vista universal. El cumplimiento de la educación filosófica se da cuando el hombre recorre e interioriza la historia de toda la humanidad, es decir, interiorizando y recorriendo al proceso a través del cual el espíritu ha llegado a alcanzar el grado de conciencia que posee en este momento. Este proceso de interiorización no se da cuando el individuo por sí mismo se decide a hacer o a estudiar filosofía. Este proceso se da cuando la formación de cada uno, la experiencia que cada uno hace de sí mismo, por el hecho de ser hombre, le implica un recorrido de la historia de toda la humanidad especialmente en sus etapas más decisivas. La universalidad consiste en el hecho de que, en este momento, en este mundo determinado que nos toca vivir, todos, si reflexionamos, llegamos a las mismas conclusiones; con ello nos estamos levantando por encima hasta el punto de vista que la razón humana ha alcanzado de sí misma.

La formación del individuo se resume en sus etapas, las principales épocas de la historia de la especie; desde el punto de vista filosófico esto significa que el individuo está llamado a recorrer conscientemente y de modo articulado todo el devenir histórico que ha hecho que la sociedad actual tenga este determinado grado de desarrollo.

La Fenomenología del Espíritu de Hegel es la descripción de un itinerario en que el individuo se ve a sí mismo confrontado respecto a la humanidad en su totalidad. Para este texto, la historia de la formación del individuo y la historia de la formación de la conciencia humana son algo que se da simultáneamente; trata de describir el ahora en que el individuo se encuentra. Dicho texto tiene la función de introducir y demostrar el sistema, es decir, el conjunto articulado de conceptos que constituyen el modo en el que la razón, ahora, ve e interpreta el mundo. El único modo de demostrar la verdad en filosofía no es buscando una correspondencia especulativa con la realidad, sino mostrando que la verdad es el punto de llegada de todo un desarrollo precedente, la necesidad de mostrar la verdad en filosofía solo se da a través de la demostración de su génesis. La Fenomenología del Espíritu, en cuanto muestra que se ha llegado a este punto de la historia, desde las perspectivas de la razón, muestra también la necesidad y la verdad de estas perspectivas.

En Hegel, la relación entre fenomenología y filosofía sistemática de la historia es algo difícil de resolver; baste con decir que en La fenomenología del Espíritu la base está constituida sobre el devenir de la conciencia del individuo; las situaciones históricas (señorío, esclavitud, estoicismo, escepticismo, religiosidad medieval) son siempre descritas sin referencias precisas, son descritas como figuras típicas del desarrollo de la conciencia. La conciencia individual atraviesa estas etapas que han encontrado expresiones típicas en ciertos momentos y situaciones de la historia humana; la Fenomenología del Espíritu no habla de toda la historia, toma solo determinadas situaciones que muestran ciertos estadios de la vida y del desarrollo de la conciencia. Tampoco se trata de simples ejemplificaciones; así, por ejemplo, la historia de la formación de mi conciencia individual atraviesa una fase de escepticismo solo porque en la humanidad se da un estado de escepticismo; de la misma manera se puede decir de todas las otras figuras históricas.

Desde lo anteriormente dicho se comprende que la dificultad en la lectura del texto de la Fenomenología del Espíritu radica en el hecho de que constantemente se están superponiendo y describiendo los desarrollos de la conciencia individual y de la conciencia de la humanidad; es necesario tener presente, que por lo menos en las tres primeras secciones, la base del discurso es el desarrollo de la conciencia individual.

4. Las figuras fenomenológicas.

La fenomenología es una ciencia de la experiencia de la conciencia. El movimiento de la conciencia consiste en la superación del punto de vista común hasta llegar al punto de vista científico, punto de vista que se logra cuando se reconoce la unidad entre el mundo y el yo, los que, ante el punto de vista común, aparecen como opuestos. El itinerario que la conciencia debe cumplir para llegar a dicho reconocimiento pertenece a la conciencia natural y está constituido por diversas etapas, estaciones y figuras.

El concepto experiencia no debe entenderse al modo empírico, algo así como si la conciencia registrara los datos que le presenta el mundo cada vez de manera diversa. Por el contrario, las experiencias que la conciencia tiene de dichos datos la transforman constantemente, ella debe atravesar por diversas fases que son definidas bien sea por ciertos contenidos de ella misma, bien sea por un cierto modo de ser que le pertenece globalmente. En este sentido, es que podemos tener experiencias o tener mucha experiencia sobre algo. Desde este punto de vista, aprehendemos no solo abstractamente ciertas cosas, sino que aprehendemos todo aquello que modifica nuestro modo de ser globalmente, las experiencias entendidas en el sentido hegeliano nos deben llevar a un modo de ser diverso a como lo éramos antes de tenerlas.

Las diversas etapas que la conciencia debe atravesar no son solo etapas de un proceso cognoscitivo sino de un devenir global, esta es la razón por la que se habla de figuras fenomenológicas; una figura fenomenológica es, conjuntamente, un cierto saber que la conciencia tiene de sí misma, del mundo y un cierto modo de ser global, y que puede ser realizado fundamentalmente por una sociedad entera, por una época, por una comunidad.

Es necesario tener presente que el hecho de que una figura fenomenológica sea definida como saber o como modo de ser es algo esencial para comprender como hay diversas etapas, figuras o estaciones en el desarrollo hacia el punto de vista filosófico. Lo que hace que las figuras individuales tengan una cierta inconstancia es el hecho de que en ellas hay un cierto desequilibrio entre saber y ser. El esquema del movimiento es este: yo tengo un cierto modo de considerar las cosas; cuando este modo se presenta como algo erróneo, alcanzo un nuevo saber que es más adecuado al ser real de las cosas, pero el hecho de que yo realice este movimiento implica un cambio en mi ser; con esta nueva experiencia del saber se constituye también una nueva situación en el ser. En términos hegelianos se podría decir que el movimiento de la conciencia de una figura a otra consiste en el pasaje de un ser en sí hacia un ser en sí y para sí; esto constituye un nuevo ser en sí al que deberá corresponder un nuevo saber de la conciencia, un nuevo para sí. En general se debe tener en cuenta que los términos en sí y para sí indican para Hegel respectivamente: en sí es la realidad entendida como un hecho diverso de la conciencia, es decir el ser de las cosas; para sí es la conciencia o el saber acerca de las cosas; el final del movimiento es el estado en el que se alcanza el en sí y el para sí; es decir la verdad entendida como correspondencia plena entre saber y ser.

La fenomenología es una ciencia de la experiencia de la conciencia; lo cual se debe entender en el sentido de que, para que el movimiento de la conciencia, entre las distintas figuras sea real, debe ser el resultado de una reconstrucción, es decir una concatenación y un orden riguroso, tal y como Hegel lo describe. Esto explica por qué las distintas figuras fenomenológicas no tienen una sucesión cronológica entre sí. La descripción fenomenológica ordena y concatena de manera diferente los modos de ser y las actitudes de la conciencia, las que a su vez se pueden considerar como diversos aspectos de la cosa. El punto de vista filosófico no solo se alcanza a través de los diferentes aspectos, sino viéndolos claramente en sus diversas conexiones. La conciencia, en la medida en que se eleva de un aspecto hacia el otro, se va madurando para verlos en su concatenación necesaria, esto constituye no solo un instrumento para la filosofía, sino que es la filosofía misma.

El hecho de que no haya una concatenación cronológica entre las diversas figuras fenomenológicas explica por qué, en las seis partes que constituyen el texto, Hegel da la impresión de que cada una de ellas empiece de cero, desde el principio. Así el primer momento de la autoconciencia o el primer momento de la razón (2° y 3° parte) no son simplemente el desarrollo del último momento de la figura precedente, sino que son vistos como cosas originales, justamente porque constituyen actitudes y modos de ser de la conciencia que conforman las totalidades plenas, y que no vienen necesariamente después, en sentido cronológico, de aquellas que las preceden en la reconstrucción científica.

5. La estructura general de la Fenomenología del Espíritu.

La Fenomenología del Espíritu se divide en dos grandes partes, cuya relación entre ambas es problemática. La primera,[13] comprende las tres secciones de la conciencia, la autoconciencia y la razón. Esta parte describe y sistematiza el viaje que el individuo hace desde el punto de vista común hacia el punto de vista filosófico; es decir, el elevarse de la conciencia, (esta es entendida como la actitud en que domina la atención pasiva y el registro de las cosas, la objetividad y la mirada dirigida hacia lo externo), hacia la autoconciencia, (esta es la actitud en la que domina la atención por sí mismo, en ella el mundo externo es visto solo como objeto de deseos, de intereses y de operaciones manipulantes),  y hacia la razón, que es el momento en que el individuo llega a reconocer la identidad profunda entre el yo y el mundo, lo interno y lo externo; este último paso sintetiza los momentos anteriores de la conciencia y la autoconciencia.

La conciencia ve el mundo como subsistente en sí, como algo objetivo, el que trata de contemplar. La autoconciencia es el para sí, es decir, la actitud en la que el sujeto se coloca a sí mismo como el centro de la reflexión, sus propias acciones y sus intereses; en este segundo momento, las cosas solo interesan de manera periférica, algo así como correlatos de los deseos y de las operaciones del yo. La razón es la síntesis de los dos momentos precedentes; ella es en sí y para sí; ella es el punto supremo del desarrollo de la conciencia del individuo; es decir, aquella actitud en la que el individuo, habiendo reconocido la identidad profunda que existe entre el yo y el mundo, está maduro para la filosofía, y para el saber absoluto.

Las tres secciones de esta primera parte: conciencia, autoconciencia y razón describen abstractamente el desarrollo del individuo que va desde el punto de vista común hasta el punto de vista filosófico. Descripción abstracta, porque las actitudes que son examinadas, son algo así como estructuras universales, suprahistóricas, algo así como el desarrollo de la conciencia humana en cualquier momento histórico y en cualquier situación. Elevarse hasta el punto de vista filosófico consiste en levantarse hacia la universalidad concreta, es decir, hasta el modo de ver concreto como el espíritu humano ve en una época histórica concreta, en una fecha precisa y en una sociedad. El desarrollo descrito en la primera parte -conciencia, autoconciencia y razón- es la condición necesaria para que el individuo sea capaz de hacer filosofía; sin embargo, la filosofía no es siempre la misma, ella es, junto a las otras formas del espíritu, la conciencia conceptual de sí y del mundo en una humanidad histórica determinada. Esto es propiamente lo que Hegel intenta clarificar en la segunda parte, en las tres secciones dedicadas al espíritu, a la religión y al saber absoluto.

La segunda parte de la Fenomenología del espíritu comprende las secciones sobre el espíritu verdadero, la religión y el saber absoluto[14]. La condición individual necesaria para que se pueda saber consiste en llegar a la razón. El saber consiste en la conciencia de sí y del mundo que la humanidad tiene en una determinada fase de su desarrollo. La religión y la filosofía son las dos formas en las que se concretiza esta conciencia de sí (Hegel, junto a la religión, coloca, el arte) y ellas necesitan una base histórica concreta. Base histórica que Hegel llama el espíritu, y que constituye la cuarta sección, donde describe el mundo de las instituciones históricas, entendidas estas, a su vez, como la base en la que puede surgir la religión y la filosofía.

La filosofía es el proceso por el cual el individuo llega a explicar en sí, la conciencia de sí y del mundo que la humanidad posee de su tiempo, y lo hace más o menos explícitamente bajo la forma del arte, de la religión y de la filosofía. El saber tiene como característica la universalidad; esta consiste no solo en el hecho concreto por el cual, un determinado saber, un determinado modo de ver el mundo es efectivamente compartido y asumido como la base de la vida de una determinada comunidad histórica; además, la realización concreta del punto de vista filosófico tiene necesidad, de confrontar el espíritu objetivo, sobre el cual se levantan, como formas de conciencia concreta, la religión, el arte y la filosofía.

Lo anteriormente dicho se puede comprender mejor si se tiene claro que aquello que Hegel llama el espíritu es, en esencia, eticidad; es decir, el espíritu objetivo es el conjunto de las instituciones históricas: la familia, la sociedad y el Estado dentro de las cuales el individuo siempre se encuentra desarrollando su manera de ser; dentro de estas se hará claro que el desarrollo del individuo, el estado de su conciencia, así como el estado de su razón no pueden pensarse como algo que precede al espíritu; dicho desarrollo solo se puede dar dentro de un espíritu, es decir, dentro de una situación histórica a la que pertenece el individuo y por lo tanto se encuentra dentro de ella; de esta situación histórica hacen parte ciertas formas de conciencia:  la religión, el arte, la filosofía. El itinerario de las tres primeras secciones es abstracto si se toma en sí mismo; sin embargo, éste itinerario llega a hacerse algo concreto cuando se relaciona con las secciones de la segunda parte.

6. La conciencia.

El primer momento del itinerario fenomenológico es el de la conciencia. Éste está caracterizado por la atención prestada al mundo externo, es decir, al objeto. El proceso de madurez de la conciencia recorre un camino que va desde la certeza del otro hasta la certeza de mi mismo: las diferentes figuras, con las que la conciencia se encuentra, se mueven; y con ello se va haciendo claro que, en la relación con el mundo, lo esencial no son los objetos sino el sujeto.

La primera forma de la conciencia es la certeza sensible. Aquí, Hegel, en el discurso filosófico, parece que discurriera a la manera como lo hacen los empiristas. Sin embargo, la certeza sensible, aparece como algo contradictorio e inestable. Ella, aunque, en el fondo lo deseara el empirismo, está lejos de forjar una base sólida a la cual deban referirse todas las formas del conocimiento en su carácter verificativo. En este sentido, la certeza sensible solo tiene certeza de lo que se le da aquí y ahora de modo sensible. Sin embargo, el aquí y el ahora, aunque tengan una pretensión de llegar a ser algo concreto y cierto, constantemente cambian. La certeza sensible es algo extremadamente fugaz y provisoria, que no da ninguna garantía, ni satisface el deseo de conocimiento.

La segunda forma de la conciencia es la percepción. La percepción, en cuanto algo diferente de la sensación, significa ya un modo de relacionarse con el objeto, y este entendido como algo unitario; ya no se trata solo de tener conciencia de ciertas modificaciones experimentadas por los órganos de los sentidos. La percepción implica ya una distinción entre el objeto y sus cualidades. Pero en dicha distinción se hace clara una nueva aporía: o el objeto es concebido como algo que está más allá de las cualidades, y estas surgen solo de la relación que se establece con nuestros sentidos, o las propiedades son todo y el objeto es una unidad que nosotros constituimos como soporte de estas. La conciencia busca una posición diversa que la sustraiga a estas contradicciones. Ella debe llegar a un punto de vista que supere la concepción del objeto como suma de cualidades, este sería el caso en el cual el objeto no tendría una consistencia autónoma respecto a nosotros, y la concepción del objeto como algo subsistente en sí mismo e independiente de sus cualidades, es decir, de su relación con nosotros, lo que implicaría que nosotros no tenemos jamás una relación cognoscitiva auténtica con él. De modo que la conciencia tiene la imperiosa necesidad de encontrar un fundamento del objeto que, por un lado, no sea, a su vez, una cosa particular, y por el otro sea algo incondicionado.

La tercera forma de la conciencia es la intelección. En la cual son característicos los conceptos de fuerza y manifestación, fenómeno y ley. El fundamento de las cosas aparece primeramente como una fuerza, las cosas son manifestaciones de ella; por ejemplo, la fuerza de gravedad, los fenómenos de atracción y de repulsión, ellos son fenómenos que sirven para explicar las diferentes configuraciones de las cosas individuales. Sin embargo, la fuerza no es algo distinto de su manifestación, porque una fuerza que no se manifieste no es nada. Por otra parte, la fuerza tiene necesidad, para ponerse en movimiento, de otras fuerzas que la solicitan. El mundo aparece, así, como la concatenación de fuerzas, es decir, de manifestaciones; el mundo aparece como juego de fuerzas. Sin embargo, siempre subsiste una diferencia entre fuerza y manifestación, la que se hace sentir como una exigencia. El intelecto busca ir más allá del juego de las fuerzas para alcanzar el fondo de las cosas. Esto equivaldría a la distinción entre fenómeno y cosa en sí. La cosa en sí, por definición, no puede aparecer como algo, es un término vacío. Por lo tanto, el fundamento universal e incondicionado de los fenómenos, lo que permanece, a pesar de su variación, será la ley, el sistema de leyes que los regulan.

Hegel se esfuerza por mostrar que entre ley, fenómeno y fuerza se instaura una dialéctica por la cual ellos terminan remitiéndose el uno al otro en un proceso circular; las explicaciones que el intelecto da de los fenómenos, sobre esta base, son las tautologías. Sobre este carácter tautológico, el intelecto advierte que lo esencial de su explicación no son los conceptos, que no ofrecen jamás una base definitiva, sino su propio movimiento en cuanto tal. El intelecto, y este entendido como movimiento, termina encontrándose a sí mismo en el fondo de los fenómenos, y esto coincide con la conciencia: “Y se ve que detrás del llamado telón, que debe cubrir el interior,” (la cosa en sí), “no hay nada para ver, a menos que penetremos nosotros mismos tras él, que nos conducimos allá atrás”.[15] Este es el momento decisivo del pasaje que se da desde la conciencia hasta la autoconciencia.

7. El desarrollo de la autoconciencia: Señorío y esclavitud.

A través del proceso de madurez de la conciencia, se alcanza un punto de vista en el cual, en general, el centro de la atención no se coloca en las cosas ni en los objetos sino en la actividad del yo. Los momentos de esta nueva fase de la autoconciencia, no se pueden ver como el puro y simple desarrollo de aquellos precedentes, como si el discurso sobre el conocimiento de la verdad de las cosas debiera continuar, desde el punto de llegada hasta la conclusión de la parte que hace referencia al intelecto. Lo que se ha alcanzado, en general, es la centralidad de la conciencia y la esencialidad de la actividad del yo en el mundo. El mundo aparece aquí, sobre todo, como el campo donde debe desarrollarse esta actividad del yo. Pero, como la conciencia alcanzaba, al final del momento anterior, a colocarse, a sí misma, en el puesto del objeto, así al final, en el momento de la autoconciencia, el yo alcanzará, sobre su pretensión de prevalecer sobre las cosas, a colocarse en una especie de anulación y de giro sobre sí mismo, de este modo se presentará el pasaje al momento sintético de la razón.

La autoconciencia va madurando sobre todo en la relación que el individuo establece con las otras individualidades conscientes; en estas relaciones, Hegel ve, de manera, la concreta la relación amo-esclavo. Si el momento de la autoconciencia se define como aquel en el cual el yo ve el mundo como objeto de su propia actividad, la que le es esencial, entonces el primer modo como se manifiesta la autoconciencia será el deseo y el interés por las cosas. Cuando el yo se proyecta sobre el mundo entonces encuentra otros individuos, también, conscientes con los que inevitablemente entra en relación. Sucede entonces, con ello, que algunos llegan a prevalecer sobre los otros y se convierten en señores.

La autoconciencia, en la relación amo esclavo, llega a reconocer su propia independencia respecto a las cosas, este es el hecho esencial que Hegel quiere recalcar de dicha relación; con esta independencia, la autoconciencia se forma verdaderamente. Lo cual acaece por medio de un proceso en el cual las posiciones iniciales de señor y esclavo se cambian, y el siervo realiza la verdadera libertad que el señor parecía poseer, pero solo de un modo abstracto e inestable. En este proceso, son elementos decisivos, el temor a la muerte y el trabajo. El esclavo, en efecto, es tal porque no ha tenido y no tiene el coraje de arriesgar la propia vida para conquistar la libertad. Pero el miedo a la muerte no es un miedo limitado, miedo de esto o de aquello, sino miedo a perder de modo absoluto el propio ser. En este temor absoluto, el esclavo experimenta su propio ser como algo distinto de todo aquello que puede perder, de cada cosa externa. En los términos, no fáciles, de Hegel se puede decir que: “En efecto, esta conciencia se ha sentido angustiada no por esto o por aquello y no por este o aquel instante, sino por su esencia entera; pues ha sentido el miedo de la muerte, del señor absoluto. Ello la ha disuelto interiormente, la ha hecho temblar en sí misma, y ha hecho estremecerse cuanto había en ello de fijo. Pero este movimiento universal puro, tal absoluto desvanecimiento de todo lo subsistente, es la esencia misma de la autoconciencia, la absoluta negatividad, el puro ser para sí, que es así en esta conciencia”.[16]

Pero si el temor a la muerte conduce al esclavo a reconocerse como autoconciencia, distinta de todas las cosas a las que primero estaba ligado, esta libertad que él alcanza se realiza concretamente en el trabajo. No solo la autoconciencia del esclavo se reconoce como libertad y diferente de las cosas, sino que se ejercita también como libertad en cuanto somete realmente las cosas con el trabajo. En el trabajo ella “supera en todos los momentos singulares supeditación a la existencia natural y, por medio del trabajo, lo trasvolara y lo elimina”.[17]

La libertad, que parecía caracterizar al señor, por el contrario, se revela ilusoria en la medida que su dominio sobre el mundo está mediado necesariamente por el esclavo; y por otra parte, en cuanto el señor no hace las cosas con el trabajo sino que se limita a consumirlas, su relación con este es de dependencia, en verdad, y no de señorío. El esclavo realiza verdaderamente aquella libertad que parecía pertenecer al señor, pero que este solo tiene de modo aparente.

8. El desarrollo de la autoconciencia: estoicismo, escepticismo, conciencia infeliz.

La relación amo esclavo y su resultado, es decir, el logro de la libertad y esta entendida como independencia del yo respecto al mundo, constituyen la base para las figuras posteriores de la autoconciencia, las que son: el estoicismo, el escepticismo y la conciencia infeliz. Estos tres momentos, unidos entre sí de modo dialéctico, constituyen el tema general de la autoconciencia entendida en los términos de libertad, tal y como ha sido definido una vez por todas desde la dialéctica del amo y el esclavo.

El estoicismo es el tipo de visión del mundo en el que se expresa, sobre todo, la conciencia de la libertad del yo respecto al mundo externo y a sus cambios. El estoico se siente libre, bien sea cuando está sentado sobre el trono o cuando está encadenado; su libertad consiste propiamente en la independencia de toda condición externa. Sin embargo, ésta está condicionada por el hecho de replegarse en sí; replegarse que deja subsistir el mundo fuera de sí, éste es entendido como algo in-esencial, con toda su irracionalidad y con toda su concreción.

El escéptico es quien, en cierto sentido, elimina el mundo externo, del cual el estoico se siente libre, pero que sin embargo deja subsistir. El escepticismo realiza lo que el estoico trataba de alcanzar sin llegar a ello plenamente; tenemos aquí un ejemplo de cómo una figura fenomenológica sea la verdad de la precedente, sea en sí y para sí, ya que la precedente era solo en sí, sin ser consciente. La libertad plena de la autoconciencia que el estoico teorizaba solo se realiza con la negación del mundo externo que se verifica en la visión escéptica del mundo. El escéptico niega la validez de las de las apariencias sensibles, y en general, la verdad de todo aquello que aparece como verdadero. En este sentido la libertad es entendida como negatividad, como negación de todo lo que se opone a la conciencia o pretende imponerse a ella.

Todavía el escepticismo se desarrolla en otra contradicción: la conciencia escéptica afirma la inseguridad de todo, pero además hace una afirmación que retiene como no insegura. Es el argumento tradicional contra el escepticismo (dice que todo es falso, pero considera que por lo menos esta afirmación es verdadera); figura que Hegel adopta aquí para mostrar la dialéctica a través de la cual la conciencia escéptica llega a su crisis. “En el escepticismo, la conciencia se experimenta como una conciencia contradictoria en sí misma; y de esta experiencia brota una nueva figura, que aglutina los dos pensamientos que el escepticismo había separado… Esta nueva figura es, de este modo, una figura tal, que es para sí la conciencia duplicada de sí como conciencia que, de una parte, se libera y es inmutable e idéntica a sí misma y que, de otra parte, es la conciencia de una confusión y una inversión absolutas –y que es así la conciencia de su propia contradicción.”[18]

Se evidencian aquí los elementos esenciales que constituyen lo que Hegel llama conciencia infeliz. También aquí, la conciencia infeliz será para sí, tanto para el estoicismo como para el escepticismo, es decir se convierte en algo consciente, pues ella, en el escepticismo, era solo en sí. Ahora, el escepticismo es en sí duplicidad y contradicción. En la conciencia infeliz, los dos polos de esta contradicción se evidencian hasta el punto de constituir dos conciencias distintas: una conciencia libre, no sujeta al cambio, siempre igual a sí misma; y una conciencia confusa y mutable, oscilante siempre entre representaciones opuestas. No sólo esto, sino que se dará también y sobre todo, la conciencia de la oposición irreconciliable y siempre abierta entre estos dos tipos de conciencias, y esto es lo que propiamente constituye la conciencia infeliz. La infelicidad consiste en experimentar la imposibilidad de unificar los dos polos.

Para Hegel, la conciencia infeliz es aquella que caracteriza ciertos tipos de religiosidad ascética, fundados sobre el desprecio por el hombre, y este considerado como pecador y como negatividad pura respecto a Dios, este a su vez, entendido como perfección absoluta. Si Hegel no refiere el discurso sobre la conciencia infeliz a una forma de religiosidad históricamente determinada, se hace claro que él tiene en la mira, en estas páginas, la religiosidad medieval, o por lo menos, las imágenes de ella, que eran corrientes para su tiempo. La conciencia infeliz tiene diversos momentos y aspectos constitutivos, todos ellos ligados al hecho de ver el mundo del más acá como apariencia e in-esencialidad, que tiene su verdad, su fundamento verdadero, su esencia solo en el más allá, en Dios. Así, el más acá es visto por un lado como un don que viene de Dios, al cual, en cambio, se deben ofrecer sacrificios; por otra parte, en cuanto las cosas del mundo nos interesan y nos atraen, ellas tienden a distraernos de Dios y son por lo tanto pecado; de aquí todo el desprecio por un estilo de vida que se desprende de los sentidos.

La misma individualidad, desde esta perspectiva, aparece como pecaminosa. Y en parte es verdad, en cuanto que, en la lucha contra los instintos y contra los intereses vitales, ella se empobrece, cayendo en una especie de narcisismo negativo: mientras trata de liberarse de las pasiones, se liga siempre, cada vez más, a sí misma en su idiosincrasia; esto sucede propiamente porque no se preocupa más que de liberarse. Pero desde esta concepción de la misma individualidad singular como pecaminosidad nace también aquello que es el punto culminante, y también la esencia verdadera del ascetismo, es decir, la expoliación de sí. En la expoliación de sí se concluye, en general, el momento de la autoconciencia. La madurez total de ella va desde la situación en la que el mundo es solo objeto de deseos y de intereses hasta una actitud que, de nuevo, es capaz de reconocer la objetividad; si se quiere, conclusivamente, la autoconciencia va desde el deseo hasta el pensamiento. Es ya, este, uno de los resultados de la dialéctica amo-esclavo. El esclavo, en efecto, en la disciplina del trabajo está constreñido a reprimir los propios impulsos inmediatos, a someterlos a las necesidades y a la fatiga de su tarea, a reconocer prácticamente las exigencias y las leyes de la tarea por hacer. Él se siente capaz de pensar el objeto prescindiendo de sí, y este es, propiamente, uno de los caracteres del pensamiento racional.

No se trata obviamente de la objetividad propia del primer momento, de la orientación hacia lo externo que caracteriza el momento de la conciencia. Para la conciencia, el mundo, es ahora una cosa extraña; para la razón, a la que se llega a través de las diferentes fases de la autoconciencia, el mundo es ya compenetración de interno y externo, y por lo tanto la razón hace la síntesis de conciencia y autoconciencia. Lo esencial, que se debe tener presente para comprender el sentido del desarrollo de la autoconciencia, es en general, este levantarse hacia la universalidad, hacia la capacidad de prescindir de lo particular y de los intereses inmediatos. Por esto el concepto de expoliación de sí, en el cual culmina el movimiento de la conciencia infeliz, es decisivo para el pasaje al tercer momento, aquel de la razón.

9. La razón.

La síntesis de conciencia y autoconciencia es la razón. Ésta es el punto de llegada de aquello que se definió como la madurez del individuo, la capacidad que éste tiene para pensar filosóficamente, o en general, la capacidad de una verdadera conciencia. También se dijo que este itinerario que va desde la conciencia hasta la razón es solo la primera parte del camino hacia la filosofía; su carácter incompleto y provisorio consiste en el hecho de que eso solo hace referencia al individuo singular; ya que, como se ha visto, la universalidad para Hegel implica por el contrario una concreta e histórica relación del individuo con su mundo.

Es verdad que el individuo, entendido como particularidad, ha “muerto” con la expoliación de sí que concluye en el movimiento de la autoconciencia. En el momento de la razón estamos ya al nivel del individuo universal, caracterizado por su capacidad para pensar, es decir, prescindir de sí y de la particularidad empírica que le es propia. Se ha realizado una cierta universalidad, pero bajo la forma de la individualidad. Ahora el individuo es quien se levanta, él puede levantarse más allá de sí mismo para alcanzar puntos de vista no particulares, sino universales, sobre las cosas. Pero la universalidad, hasta la que se levanta, está definida, por ahora, solo abstractamente; ella es, por lo tanto, solo la negación de la particularidad; universalidad históricamente concreta (este mundo será el del espíritu, es decir, el momento sucesivo).

La capacidad de prescindir de sí y de su propia particularidad, a la que ha llegado la autoconciencia, no suprime, sino que implica y reúne consigo también aquel que había sido el resultado del movimiento de la conciencia, en la primera fase, es decir, el reconocimiento de que el objeto no tiene una existencia autónoma que se contrapone realmente, como otra, al yo. La posición universal de la razón es aquella que prescinde juntamente de la particularidad del sujeto y de la rígida exterioridad del objeto. La posición de la razón es aquella que, en filosofía, se ha expresado en el idealismo pre-hegeliano, en aquellas filosofías que han teorizado la identidad del yo y el mundo, la no verdad de la pretendida independencia del yo respecto al mundo.

Si filosóficamente hablando, el momento de la razón se puede ver reflejado en las teorías idealistas, y que consiste en la actitud mental que intenta abarcarlo todo, y que Hegel ve reflejado en el momento de la razón, al menos en su inicio, este momento es el que caracteriza al Renacimiento respecto a la religiosidad medieval que se había expresado en la conciencia infeliz. Se trata, como ya se ha dicho, solo de un ejemplo de carácter histórico -hecho por el propio Hegel, por lo demás, en términos abstractos, y jamás individualizado en términos precisos-: se trata de aquello que Hegel menciona respecto, al primer afloramiento de una actitud racional, confrontada con el mundo que nosotros reconocemos en el Renacimiento; así como en la religiosidad medieval hemos reconocido la conciencia infeliz. En la medievalidad Hegel identifica la conciencia infeliz, en el Renacimiento los inicios de la razón.

Aquello que Hegel quiere resaltar de esta actitud renacentista es el renovado interés por el mundo, ya no considerado como el mundo de las apariencias de las cuales hay que huir, sino como significativo para el hombre. El mundo visto como realización de sí, como algo que es propio, esa es la actitud esencial de la razón.

Esta realización de la razón en el mundo es considerada primeramente como algo dado y existente, algo que se puede encontrar objetivamente -en un primer momento según un esquema habitual y que repite la forma de la conciencia-; después vendrá concebido como una tarea por realizar (paralelo al momento de la autoconciencia). Son estos los dos primeros momentos del desarrollo de la razón, que deberán culminar en un tercero en el cual madurará el pasaje al espíritu.

Cuando decimos, el desarrollo de la razón, entendemos un itinerario de formación de la individualidad racional, es decir, del individuo capaz de pensar universalmente; itinerario que tiene dos significados: por un lado, la individualidad racional trata de dar una forma estable y precisa a la conciencia que adquiere de la identidad de la razón y del mundo, del yo y no yo, de lo interno y lo externo; es decir a la síntesis conciencia-autoconciencia. Esta forma, como veremos, no puede ser aquella en la que la razón retiene que la unidad sea alguna cosa objetivamente dada (razón observante, primer momento de la razón), ni aquella en la que considera que ella sea algo así como una pura tarea moral que se debe realizar (razón activa, segundo momento de la razón). A través de una serie de contradicciones, la razón llega a un tercer momento en el que la individualidad racional, como tal, se puede considerar como efectivamente realizada (tercer momento, la individualidad real en sí y para sí); un segundo significado del itinerario consiste en que esta individualidad experimenta una crisis porque se acuerda que, como individualidad pura, no puede subsistir verdaderamente; ella se da cuenta del carácter abstracto que tiene ahora la universalidad en cuanto es realizada solamente en el individuo que es capaz de levantarse hacia la universalidad, en el individuo capaz de pensar levantándose por encima de la particularidad, en una dirección que no se ha precisado por ahora -de aquí el carácter abstracto-. En el momento de la razón, generalmente, se tiene la formación de la individualidad universal pero también la crisis de ella, la que luego abrirá la vía hacia el espíritu.

10. Razón observante y razón activa.

El objeto de la razón, que es la unidad del yo y del mundo, se le presenta, primero que todo, de forma inmediata como algo realizado e incontrolable. La razón es, en su primer momento, razón observante. El presupuesto de la razón observante, no es algo equivoco por sí mismo, ya que la unidad yo-mundo, en sí y para sí, es algo real; pero la razón observante, por ahora, no realiza toda la verdad auténtica; prácticamente, ella cree reconocer esta realización de sí en este o en aquel objeto particular de la naturaleza, mientras que su verdadera realidad será -y esto vendrá posteriormente reconocido por el espíritu- aquella del mundo histórico en su totalidad y complejidad.

Las diferentes formas de la razón observante se presentan en la observación de la naturaleza y culmina en el estudio de los organismos; empieza con el estudio de las leyes psíquicas y culmina con el estudio de la presencia inmediata de la razón en el mundo físico, es decir, la fisiognómica y la frenología (la forma del cráneo visto como algo que revela ciertas disposiciones y conformaciones del alma individual). Como se ve, la razón, en esta fase, trata siempre de encontrarse, de la forma más precisa y como encarnada concretamente, es decir, presente en algún objeto: el organismo, la psique con sus leyes, la forma misma del cráneo. Pero, por eso mismo, esta búsqueda de sí como algo real y concreto conduce a la razón observante a su crisis; tal crisis es la paradoja por la cual, en la frenología, la razón llega al punto de “identificar el espíritu con un hueso”. La paradoja consiste en que la extrema concreción y particularidad de la cosa en la que quiere reconocerse, hace que ella misma se reconozca de nuevo como algo distinto de sí (recordemos que en el segundo momento se tiene un retorno en sí, paralelo al momento de la autoconciencia). Ella encuentra absurdo que la unidad yo-mundo pueda ser dada en un objeto particular; se reencuentra a sí misma como para sí, como negación de toda exterioridad, de todo en sí.

Llegados a este punto, se pasa a la razón activa, o como dice Hegel, a la actuación de la autoconciencia racional mediante sí misma. La unidad de en sí y para sí, de yo y mundo, la existencia real de la razón no es algo dado, no es un objeto, sino algo que se debe realizar desde la actividad de la razón misma. En esta tarea por realizar, la unidad se presenta en la forma más inmediata como objeto de deseo, como satisfacción y sosiego buscado. La primera de las tres figuras de la razón activa es aquella que Hegel llama el placer y la necesidad. En esta, como en las otras dos figuras, el sentido del movimiento consiste en el hecho según el cual el individuo conquista la conciencia de su propia inferioridad respecto al mundo, va encontrando una serie de equívocos en su esfuerzo por establecer prácticamente la unidad de la razón-mundo. Esta, al final de todo el ciclo de la razón, se revelará como algo que no puede pensarse como realizada concretamente en los objetos particulares, ni puede ser el resultado de la iniciativa de la conciencia individual.

A la búsqueda de la satisfacción se opone el mundo con sus leyes; éste no tiene en cuenta las preferencias y los deseos de los individuos; ahora, el individuo se coloca como alguien que quiere mejorar el mundo en su complejidad, modificando la estructura según su proyecto, esto es lo que Hegel llama las leyes del corazón. El corazón es la individualidad que quiere ser inmediatamente universal. El título completo de esta segunda figura es la ley del corazón y el delirio de la presunción; sin embargo, al yo que se siente portador de un proyecto para mejorar el mundo, se le oponen otros yos, igualmente individuales (con las mismas pretensiones de universalidad), y en esta oposición nace el fanatismo. Propiamente la toma de conciencia de este fanatismo, de esta pretensión de todos al querer ser, desde su individualidad, los portadores del verdadero proyecto para mejorar el mundo, hace que la razón madure en una nueva figura, a la que Hegel titula con el rótulo: la virtud y el curso del mundo. Contra todos los fanatismos particulares, el individuo busca refugio en la virtud, concebida propiamente como la acción que supera los puntos de vista particulares, las inclinaciones y las preferencias inmediatas desde las cuales nacía el fanatismo. Pero propiamente la virtud, concebida de manera universal, termina siendo también abstracta: ella charla, pero no se posiciona sobre el mundo, el que continúa funcionando según los esquemas propios; la virtud, con su pretensión de universalidad, no logra concretizarse y el curso del mundo triunfa ahora una vez más.

11. La individualidad en sí y para sí real.

Razón observante y razón activa son los modos en los que la individualidad trata de realizar la universalidad, ella busca la presencia de sí misma en el mundo; ella, experimentando una serie de equívocos, llega a una verdadera realización de sí, la que siendo, por ahora, solo individualidad, tendrá necesidad de dar un paso posterior para alcanzar una verdadera concreción. El título de esta tercera sección de la razón recalca que la individualidad alcanza una forma de realización; por lo tanto, su crisis no se podrá atribuir al hecho que ella sea individualidad no realizada plenamente -como en las figuras precedentes-, sino al hecho que la individualidad, plenamente realizada, permanece como algo abstracto e insuficiente.

Las tres figuras examinadas por Hegel en esta sección tienen por título: a) el reino animal del espíritu, el engaño y la cosa misma; b) la razón legisladora; c) la razón examinadora de leyes. En qué sentido este tercer momento de la razón se presente como resolutorio de las aporías de los otros dos se puede comprender examinando concretamente la primera figura, el reino animal del espíritu, el engaño y la cosa misma.

En la parte final de la virtud respecto al curso del mundo, entra en crisis toda forma de moralismo, el que predica una unión entre razón y mundo de forma tan abstracta y universal que se torna inalcanzable. Contra la vacuidad del moralismo, existe una actitud que, también en nuestra experiencia cotidiana, se presenta como resolutoria y concreta: aquella de la seguridad dada a los propios deberes particulares -familiares, profesionales, etc.-; sucede con mucha frecuencia que se oye decir que, en vez de ponerse problemas morales de alcance muy amplio, es mejor hacer bien el propio oficio, la propia profesión, etc. Esta mentalidad es la que está a la base del reino animal del espíritu; animal porque aquí la vida del espíritu ha caído totalmente en la concreción particular. El mundo que nace desde esta actitud es el mundo de la buena conciencia burguesa, el que es entendido como una actuación meticulosa de los intereses particulares. Cada uno se empeña con profunda dedicación a su propia tarea. La tarea aparece como la cosa misma, como el deber puro y simple, pero en realidad aquí hay un engaño. Si uno dedica todas las fuerzas para poder afrontar, inclusive, los sacrificios para desarrollar y hacer más eficaz una administración, lo hace por sí mismo y en vista de una ganancia propia o al menos por su propia familia. La cosa a la que el individuo se dedica con tanto empeño no es la cosa misma, es decir, la labor del hombre en su universalidad, sino a la suya (cosa aquí en alemán es Sache no Ding: que podremos traducir como el oficio, lo que está en cuestión, lo que está en juego, también la labor, el asunto, etc.); cuando se presenta esta actitud como actitud moral, como posición universal, estamos frente a un engaño; aquello que se presenta como tarea moral es sólo un interés particular.

Una vez captado este engaño, la razón está madura para una nueva posición, ella se convierte en razón legisladora. Ella busca en sí misma leyes que valgan como imperativos para todos y a éstos se debe conformar la acción. Pero la razón, que es aquí siempre la del individuo particular, cuando afirma la existencia de estos imperativos, se olvida de colocar el problema de su origen; si tales imperativos los encuentra en sí misma como individuo ¿Cómo hará para afirmar la universalidad? Ellos tienen toda la causalidad y accidentalidad del individuo que los encuentra en sí. No solo esto, sino que los imperativos que pretende afirmar y seguir la razón, son frecuentemente contradictorios, a causa de su origen en el individuo. Así el imperativo que necesita decir siempre la verdad olvida que, de hecho, el individuo no siempre la conoce; la verdad que él debe decir se convierte así siempre en su particular y no definitiva opinión sobre aquella que él retiene como si fuera la verdad.

Las contradicciones que se encuentran en los imperativos conducen a la razón a una nueva figura, que es aquella en la que verificará su propia insuficiencia como razón individual. Las contradicciones estimulan la razón a buscar y a distinguir las leyes verdaderas y no contradictorias. La razón se hace examinadora de leyes, en la búsqueda de aquellas que se afirman como válidas propiamente por la ausencia de contradicciones internas. Pero en esta búsqueda, ella se esfuerza por encontrar una ley que se le imponga como no sujeta a ella misma, como una base sobre la cual fundarse. Y todavía, en la medida en que somete las leyes a crítica, ella se coloca por encima de las leyes, y se condena a no encontrar jamás aquella base sólida que busca. “Si inquiero su nacimiento (de las leyes[19]) y las circunscribo al punto de su origen, voy más allá de ellas; pues yo soy de ahora en adelante lo universal, y ellas son lo condicionado y lo limitado. Y si tienen que legitimarse ante mi modo de ver, es que ya he movido su inconmovible ser en sí y las considero como algo que para mí tal vez es verdadero y tal vez no.”[20].

La individualidad racional, cuando supera las posiciones unilaterales propias de la razón observante y de la razón activa, no alcanza a realizarse verdaderamente como universal, permanece como una universalidad abstracta, que existe solo al nivel de la conciencia del individuo, pero que no tiene verdadera realidad externa en el mundo. Esta última figura, de la razón examinadora, señala el cuadro final de la individualidad. Ella, por lo tanto, por un lado, busca algo que se le resista, que se le imponga como válido, pero en la medida en que se erige como juez se coloca ya necesariamente más allá de todo lo que puede encontrar, por eso es incapaz de encontrar verdaderamente aquel fundamento sólido que busca. Lo que Hegel clarifica aquí, de manera más general, es la crisis de toda actitud racionalista, entendida como aquello que pretende dar su adhesión solo a lo que aparece como evidente, como claro y distinto. Esta actitud implica siempre la (pretendida) suspensión del ascenso a todo lo que hasta ahora no ha sido sometido a este examen. Pero esta suspensión y esta pretensión de justificar todo son contradictorias, por lo menos desde el punto de vista de Hegel, para quien: el fundamento absoluto e inconcluso, lo que la razón busca, no es tal si se debe someter a su juicio. La relación con la verdad, se podría decir, aparece a los ojos de Hegel como algo impensable dentro de los esquemas del racionalismo, porque estos esquemas pretenden que el hombre se coloque en una condición irreal. Cada uno ejercita la razón ya siempre dentro de una situación, y no la ejercita de modo independiente de ésta, como si la situación pudiera ser para él un objeto que se pueda juzgar según criterios objetivos. Las leyes que la individualidad busca, y que se imponen como válidas, no son aquellas, que no se pueden encontrar, que se resisten al examen, ya que respecto a ellas el sujeto que examina se atribuye ya siempre una superioridad. Para Hegel, se trata, por lo tanto, de reconocer que cada individuo vive ya siempre, antes de colocarse frente a cualquier problema, dentro de un mundo regulado por las leyes que son juntamente leyes del mundo y leyes suyas, del individuo mismo, el cual las tiene en sí como su propia constitución. El reconocimiento de este hecho es aquel que en efecto, media el pasaje desde la razón, como mundo de la individualidad, al espíritu.

12. El espíritu como sustancia.

Para Hegel, el espíritu es la realidad profunda de todas las cosas, en cuanto esta realidad se puede pensar solo como mediación permanente. Pero el espíritu del que se trata en esta sección de la Fenomenología del espíritu indica algo mucho más determinado, aun cuando, el significado del término permanece sustancialmente el mismo; indica aproximadamente aquello que más tarde, en la construcción orgánica de su sistema, Hegel llamará el espíritu objetivo. En esta acepción, espíritu significa el mundo histórico, la época, la sociedad, el grupo social al que cada uno pertenece siempre. Es de anotar que las formas del espíritu objetivo son, en el sistema hegeliano, la familia, la sociedad civil y el Estado. Podemos decir, que espíritu significa todas las instituciones históricas en las que la vida del hombre se concretiza y desde las cuales siempre está condicionada, pero, mejor aún, en las cuales se apoya. En este sentido Hegel habla del espíritu como sustancia; la palabra tiene aquí, sobre todo, su sentido etimológico de sub-stantia, de sustrato, que rige y hace posible todo acto de la vida individual.

Se ha visto que la razón individual, finalmente, constataba la imposibilidad de encontrar una ley (y nosotros habíamos generalizado: una verdad) que satisficiera juntamente su necesidad de fundamento y su exigencia crítica. Pero la posición en la que ella se colocaba era irreal y artificial. Ninguno es, ni jamás podrá ser, tabla rasa; si no son otros los criterios con los que juzga la validez o al menos lo que se le presenta, ella los deberá reconocer como inmediatamente válidos, ellos ya no son más objeto de examen (de otro modo se iría hacia el infinito). La ingenuidad del racionalismo consiste en tomar por buenos, y verdaderamente inmediatos, estos criterios. En realidad, ellos son el signo, en nosotros, de una pertenencia a un determinado mundo histórico. Esta pertenencia es la pertenencia a la sustancia. Nosotros no seríamos nada, ni podríamos tampoco ejercitar nuestra crítica si no participáramos siempre inmediatamente de tal sustancia. El espíritu es la realidad del mundo histórico a la que nosotros siempre pertenecemos, en cuanto existimos como seres humanos.

Esto implica una consecuencia importante para el significado complejo del itinerario fenomenológico que se ha descrito hasta ahora. Ya se había dicho que las distintas figuras fenomenológicas no podían ser concebidas como cronológicamente sucesivas. Hegel, introduciendo el discurso sobre el espíritu, da ahora una confirmación explicita y clara: “El espíritu es, así, la esencia real absoluta que se sostiene a sí misma. Todas las figuras anteriores de la conciencia son abstracciones de este espíritu; son una manera como el espíritu se analiza a sí mismo, el diferenciar sus momentos y el demorarse en momentos singulares. Este aislamiento de tales momentos tiene al espíritu mismo como supuesto y subsistencia, o existe solamente en el espíritu, que es la existencia. Estos momentos, aislados de esta manera, tiene la apariencia de ser como tales; pero, su progresión y su retorno a su fundamento y esencia muestran que son solamente momentos o magnitudes llamadas a desaparecer”.[21]

La formación del individuo tiene por meta el levantarse por encima del nivel de su tiempo, es decir, la conciencia que el espíritu tiene de sí en un determinado momento de la historia, ello acontece ya siempre en el interior de un espíritu y de un mundo histórico, que le hace de soporte y de base. El itinerario descrito en las tres primeras partes, desde la conciencia, pasando por la autoconciencia, hasta la razón, es un itinerario abstracto, que solo ahora encuentra su concreción. Solo el espíritu tiene existencia, y solo él tiene una historia. Esto explica también por qué las situaciones históricas, a las que Hegel aludía en las partes precedentes, se presentaron siempre como algo vago, y también como escogidas de manera bastante casual; se trataba de un detenerse en este o en aquel momento individual, en un análisis que se hacía de la razón individual y de su formación. Sobre esta base se explica también el carácter circular y repetitivo que frecuentemente se presenta en la Fenomenología del espíritu. Las diferentes figuras de la conciencia se implican mutuamente y se contraponen en la unidad del espíritu concreto dentro del cual solamente adquieren realidad. Particularmente, en las formas de conocimiento propias del espíritu, es decir, en los momentos de aquello que se llamará, en el sistema, el espíritu absoluto (religión, arte, filosofía), encontraremos repeticiones de actitudes ya analizadas en los tres primeros momentos (conciencia, autoconciencia, razón), pero la diferencia, sobre la cual nos detendremos ahora, consistirá propiamente en el hecho que, aquí, ellos no serán más actitudes abstractamente analizadas de una conciencia individual, sino formas de conocimiento concretamente realizadas en mundos históricos precisos.

13. El movimiento del espíritu: de sustancia a sujeto.

El espíritu, entendido como sustancia espiritual, como mundo humano de las instituciones y de la cultura, tiene una historia, es más, es el único del cual se da una verdadera historia. El esquema del desarrollo de ésta será el tema principal en el sistema de la filosofía de la historia. Aquí en la Fenomenología del espíritu, si bien no resulta extremadamente claro, el propósito de Hegel no es esbozar una filosofía de la historia, sino de estudiar el “devenir” del espíritu en otro sentido. Si la cuestión general que plantea la Fenomenología del espíritu es el encumbramiento del individuo hasta el punto de vista del espíritu, y esto visto desde la dimensión temporal, es decir, el encumbramiento a las formas de conocimiento propias de este espíritu, entonces se tratará de mostrar como, dentro del espíritu concreto, el espíritu objetivo, surgen tales formas de conocimiento, que constituyen los momentos del espíritu absoluto.

Hasta aquí hemos visto, por un lado, las etapas de la formación de la conciencia individual (conciencia, autoconciencia, razón), por el otro, la existencia de la sustancia espiritual entendida como mundo histórico (el espíritu, más precisamente el espíritu objetivo); el punto de vista hasta el cual se debe encumbrar la conciencia propia del espíritu objetivo, la conciencia que ello tiene de sí, en cuanto tal -que se concretiza en la religión, en la filosofía, y en el arte-. Se tratará de ver cómo, dentro del espíritu objetivo, surgen estas formas de conocimiento.

El problema que se evidencia de modo explicito es por qué el surgimiento del conocimiento implica un movimiento al interior del espíritu como sustancia, una ruptura de la unidad originaria. Hasta el punto a que hemos llegado, el espíritu se manifiesta como la sustancia: contra el carácter siempre incierto y desvaído de las diferentes figuras de la conciencia individual, el espíritu constituye la concreción de la realidad histórica, el mundo de las instituciones. Él es sustancia en cuanto es algo compacto, algo real, algo efectivo. Pero el conocimiento implica siempre una ruptura de tal unidad compacta; fundamentalmente porque el conocimiento de sí comporta una dualidad, un colocarse como sujeto frente a un objeto de saber, un diferenciarse de sí. Podemos aquí referirnos a una experiencia psicológica banal: nos acordamos de nuestros dientes, por ejemplo, solo cuando nos duelen; en general podría decirse que el carácter individual de un instrumento que utilizamos nuestra vida ordinaria cobra importancia cuando algo no funciona en él o cuando él no funciona.

Todo esto se comprende mejor si se examinan concretamente los momentos del espíritu descritos desde la Fenomenología del espíritu. Ellos son, frecuentemente tres: a). el espíritu verdadero. La eticidad. b). el espíritu que se hace extraño para sí mismo. La cultura. c). el espíritu consciente de sí mismo. La moralidad.

El movimiento general se da desde la verdad, es decir, desde la existencia efectiva (el movimiento de la conciencia, del ser en sí) hasta la certeza, al conocimiento subjetivo (el momento de la autoconciencia, del ser para sí); o como ya se había dicho en general sobre la dialéctica, desde la sustancialidad hasta la subjetividad.

El espíritu, como se ha visto en la conclusión del itinerario de la razón, es la solución de las aporías en que se enreda la razón individual en su esfuerzo por la universalidad. La razón individual no existe, individualmente, para después convertirse en universal; sino que existe ya siempre dentro de la universalidad concreta del espíritu objetivo. El primer modo, y el modo auténtico, en que tal espíritu objetivo se presenta debe ser aquel de la inmediata y no problemática pertenencia del individuo a sí. Esta situación de absoluta ausencia de conflicto entre el individuo y su mundo, de perfecta correspondencia entre sí y para sí (no diferentes ahora), es aquella que Hegel llama el espíritu verdadero o eticidad, y es ejemplificada históricamente desde la ciudad griega, en general desde el mundo clásico, así como aparecía, idealizado, a la conciencia clasicista y a los románticos.

Una de las lecturas que más había influido en la formación de Hegel había sido Cartas sobre la educación estética de Schiller[22], donde (especialmente en la sexta) él había encontrado una de las más completas expresiones de aquel culto por la Grecia clásica que caracterizaba el espíritu del clasicismo alemán de la segunda mitad del siglo XVII.

Ya Winckelmann, cuya obra es determinante para la formación de esta mentalidad, había unido la belleza de las obras de arte griegas con la belleza y la perfección humana del pueblo que las había producido. Los griegos han podido producir las obras maestras de equilibrio y de armonía en su arte -especialmente plástica- porque ellos mismos, eran personalidades equilibradas y armoniosas. Este equilibrio, precisa Schiller, es aquel que deriva de un desarrollo armonioso de todas las facultades, desarrolladas, hoy por hoy, de modo anómalo desde la especialización unida con el desarrollo de las ciencias individuales y la división del trabajo[23]. La armonía se presentaba entre las facultades del individuo, también entre el individuo y su mundo; cada uno reflejaba completamente en sí mismo el espíritu de la cultura a la que pertenecía -y esto iba unido a la armonía de las facultades en el individuo; solo porque los individuos ahora no eran “especialistas” o “monstruos”, con una facultad más desarrollada que las otras, podían reflexionar en sí totalmente la cultura de su tiempo-, lo que él amaba y deseaba era, sin ninguna ruptura problemática, lo que su mundo amaba y deseaba.

Esta total coincidencia de armonía entre lo individual y la conciencia colectiva es aquello que Hegel tiene en mente cuando habla de eticidad y de espíritu verdadero. En general, la existencia de la conciencia individual presupone siempre una pertenencia del individuo al mundo histórico; es decir a un conjunto de “prejuicios”, de valoraciones, etc., que para él son como connaturales, que no constituyen objeto de discusión, sino que hacen de criterio para toda otra decisión eventual. Ahora, esta pertenencia de base a un mundo histórico se verifica siempre para todos. Pero puede ser más o menos plena y absoluta; en ciertos momentos y ciertas situaciones de la historia ella se ha realizado en su forma más pura y completa es lo que ha sucedido precisamente en la ciudad griega y en la edad clásica. Este es el primer momento del espíritu no porque de hecho venga cronológicamente primero que todos, sino porque es el momento en el que el espíritu existe en la forma de en sí, como presencia inmediata. De hecho, para nosotros, él es también un momento del pasado, en el cual han sucedido situaciones de ruptura y de contraposición entre el individuo y su mundo. Estas situaciones ahora son la historia del espíritu, las que miramos de manera problemática, porque el individuo siempre, en ellas, pertenece a un mundo histórico.

Teniendo presente esta estructura del espíritu verdadero, se comprende que tratar de clarificar cómo surgen en él las formas de conocimiento pueda constituir un problema, ya que para nosotros ellas implican siempre una ruptura. Hegel debe mostrar cómo aquella situación ideal de la eticidad llega a dividirse y se torne problemática. En Schiller no había una verdadera explicación de ese hecho; el hombre clásico era como un punto de perfección suprema que no podía durar justamente porque era perfecto y equilibrado. Hegel mostrará cómo, también al interior del espíritu verdadero de la eticidad, se anuncian fisuras que conducirán a la perdida de la inmediatez. Debe tenerse presente que este discurso no está sólo, o sobre todo, dirigido a justificar el desarrollo de la historia posterior del espíritu objetivo, es decir de la “historia” (instituciones, mundo social), sino también y fundamentalmente a explicar el surgimiento de las formas de conocimiento que constituyen el espíritu absoluto (arte, religión, filosofía), las que pueden surgir solo si el espíritu objetivo no es absolutamente compacto, ya que todo conocimiento implica la ruptura de la unidad.

El mismo espíritu verdadero de la eticidad, realizado en la ciudad griega, debe contener en sí mismo los gérmenes de la propia muerte. Ahora esto se explica con el hecho de que la pertenencia inmediata al propio mundo, propio en la medida en que este mundo no es puro caos, también implica la subdivisión de roles, sea esta inconsciente y deliberada o natural. La más natural de las subdivisiones es aquella unida al ser hombre o mujer. Ahora el hombre y la mujer, por su misma estructura biológica (es decir, inmediatamente) son portadores de dos diversos “derechos”, de dos diversas leyes, que fatalmente se enfrentan, como Hegel ve ejemplificado en la Antígona de Sófocles; la mujer es portadora del derecho divino, del derecho de sangre, de la familia, etc.; el hombre (Creonte) es a su vez portador del derecho establecido, de las leyes del Estado, etc. En la lucha que se instaura entre los portadores de estos dos derechos (entendidos aquí como conjunto de leyes), ellos vienen a reconocerse como iguales delante a una potencia superior, aquella del hecho. Pero el reconocimiento de esta igualdad conduce a una visión que indica el fin de la eticidad, del espíritu verdadero: la igualdad de todos los sujetos morales delante de una fuerza superior a ellos que es aquella que caracteriza el estado de derecho, donde todos son ciudadanos con iguales derechos y deberes. Esta igualdad, no es algo que uno sienta inmediatamente como constitutiva de su personalidad, es, a su vez, algo abstracto a la que se debe conformar y ajustar solo con un esfuerzo. Se ha roto así la inmediatez del espíritu ético. La conciencia sabe que el mundo del derecho es su mundo, que él la ha producido, pero no se reconoce inmediatamente en él (ninguno se siente inmediatamente citadino, igual a los otros, cada uno espontáneamente se ve a sí mismo como caracterizado por lo que tiene de más propio y peculiar.

Este no encontrarse inmediatamente en el mundo histórico es aquello que caracteriza el momento intermedio del espíritu, el espíritu se siente extraño para sí mismo frente a la cultura. El mundo, en el cual el espíritu no se reencuentra, es siempre el mundo histórico, y sin embargo, es producido por el espíritu; por esto se habla de extrañamiento para sí mismo. La cultura constituye el conjunto de las posiciones y de los juicios que el espíritu toma en la confrontación de este mundo del cual se siente como algo diferente.

No es fácil articular brevemente todo el movimiento que Hegel concentra en este segundo momento del espíritu. Bastará aquí decir que, en este momento, a la posición de la cultura, que elabora diversos juicios sobre el mundo, Hegel contrapone la posición de la fe; la fe habla de un mundo que se contrapone a este mundo, del cual el espíritu está insatisfecho, un mundo diverso y perfecto, el del más allá. Contra la fe se ejercita la crítica de la Ilustración, la que está destinada necesariamente a triunfar porque también la fe religiosa, de hecho, coloca al hombre, con sus exigencias, en el centro; también ella tiene en el fondo un espíritu racionalista e ilustrado. La Ilustración, con su deseo de querer apoderarse de todo bajo la forma de los conceptos (dar cuenta de todo), expresa la pura negatividad de la conciencia (del para sí) respecto a toda realidad (a todo en sí), negatividad que se realiza plenamente en el momento conclusivo del espíritu extrañado, el terror. Hegel ve, en el terror de la revolución francesa, la realización extrema de la negatividad de la conciencia respecto a lo real, la afirmación absoluta de su libertad como rechazo por dejar subsistir alguna cosa fuera de sí. En el terror, la conciencia revolucionaria, diremos nosotros, quiere hacer la revolución permanente, que rechaza toda conformación de las instituciones, que destruye continuamente lo que ha construido, propiamente porque teme renunciar a la propia libertad. La libertad aquí se afirma como absoluta negatividad; pero propiamente porque esta negatividad, que caracteriza siempre, en general, el para sí respecto al en sí, aquí se manifiesta en la forma de la destrucción de sí misma (los jefes revolucionarios se matan los unos a los otros), ella alcanza también su punto extremo en el cual está pronta para convertirse en positividad.

14. La moralidad y el pasaje a la religión.

Con el terror, la contraposición entre el espíritu y el mundo ha alcanzado su punto culminante, ya que el espíritu se siente extraño frente al mundo; en esta contraposición el espíritu ha experimentado el riesgo de la propia autodestrucción. Haciéndose consciente de esto, convencido de esto, el espíritu asume también una nueva posición. Con la experiencia del terror se ha hecho consciente de la propia libertad y esta entendida como diferente y contrapuesta a todo lo que está fuera de él, concretamente al mundo de las instituciones históricas. Ya no se trata de la pertenencia inmediata al mundo histórico (eticidad, espíritu verdadero), ni de contraponerse a él de varias formas hasta llegar a la destrucción de ello y de sí (espíritu extrañado, cultura), sino de volverse sobre sí mismo, desde una perspectiva donde la relación con el mundo pasa a ser algo marginal, en cambio la relación con la propia libertad se convierte en algo central, lo mismo sucede con la buena intención y con la propia conciencia moral. “Porque de ese modo (en el itinerario precedente) la efectualidad ha perdido toda sustancialidad, y porque en ella no hay nada más en sí, así el reino de la fe y el del mundo real se ha derrumbado, y esta revolución produce la libertad absoluta; con lo que el espíritu precedentemente extrañado ha retornado sobre sí mismo, abandona este suelo de la cultura, y pasa a otra tierra: aquella de la conciencia moral”.[24]

Hegel, en esta parte de la Fenomenología del espíritu, anuncia los temas esenciales de aquello que permanecerá, aún después de su crítica a Kant, sobre todo lo relativo a la moral kantiana y, en general, a toda su filosofía. Lo que Hegel ve expresado de modo eminente en la moral kantiana es la posición en la que el espíritu entra de nuevo en sí y, como conciencia moral, busca solo en sí y en su buena intención, su propia universalidad. Esta posición no es, ahora, una forma de conocimiento verdadero del espíritu (como serán las formas del “espíritu absoluto”: es decir, aquí, la religión y la filosofía), sino que es un aspecto de la crisis del espíritu objetivo. El moralismo kantiano es visto como uno de los elementos en los que se manifiesta aquel carácter de instigación interna y el carácter dialéctico del espíritu objetivo sobre cuya base surgen las formas de conocimiento.

Porque surgen estas formas, es necesario el pasaje que constituye el momento culminante y conclusivo de la dialéctica del espíritu, es decir, el perdón. A través de numerosas contradicciones, las que según Hegel caracterizan el moralismo kantiano, se llega a una última contradicción y esta es la que sirve de mediación hacia el pasaje a las figuras superiores. Esta contradicción conclusiva es aquella que está indicada con el concepto de alma bella. El término ya estaba presente en Schiller, pero con un significado diferente. Aquí Hegel llama alma bella al individuo moral que, propiamente por su aspiración a la pureza moral absoluta, es decir, a la absoluta universalidad de sus acciones, no encuentra verdaderamente buena ninguna acción, y no se empeña concretamente en nada, sino que se limita a juzgar negativamente toda iniciativa moral del prójimo. Se levanta por lo tanto frente a la conciencia actuante como conciencia que juzga. Pero en la medida en que encuentra siempre malas e insuficientes las acciones de quien actúa y se esfuerza por realizar, también solo en parte, el bien, la conciencia que juzga el alma bella se revela ella misma como mezquina e incapaz de ver el bien. No hay un héroe que llegue a ser tal por su ayudante, dice Hegel, sino solo porque el ayudante es ayudante, y lo ve con ojos mezquinos. En tal caso conciencia activa y conciencia que juzga se transforman la una en la otra; el alma bella del hombre de acción se revela ahora más limitada y mezquina.

Cuando esta situación sea reconocida explícitamente, alma bella y hombre de acción reconocen cada uno el límite de su propia posición y se pierden. El perdón es aquí decisivo para el pasaje a aquello que Hegel, en el sistema, llamará el espíritu absoluto.

15. La autoconciencia del espíritu: religión y saber absoluto.

El perdón es decisivo para el pasaje a las formas supremas de la autoconciencia del espíritu, es decir, la religión y la filosofía, porque ello significa el reconocimiento reciproco de las autoconciencias. También en la dialéctica del amo y del esclavo, que en este momento viene a mi mente, no se ha verificado un verdadero reconocimiento reciproco de las autoconciencias, sino que lo que ha sucedido es que una autoconciencia llega al conocimiento de su propia libertad mediante la otra, sin que las dos tengan un mismo nivel de conciencia. La cuestión, por lo tanto, del pasaje frente al cual nos encontramos es más compleja; aquí bastará recordar lo que ya se ha dicho y que es esencial para que se den las formas de conocimiento verdaderamente universal, que tales formas deben surgir en el interior de un espíritu objetivo, y deben ser la conciencia que tal espíritu objetivo tiene de sí. Por lo tanto, para ellas, es constitutiva la inter-subjetividad, por esto el perdón y el reconocimiento reciproco de las conciencias es un paso esencial.

Está bien repetir ahora, una vez, más que las figuras analizadas en las páginas sobre el espíritu (espíritu verdadero o eticidad; espíritu extrañado y cultura; espíritu convencido de sí: moralidad) no son momentos cronológicamente sucesivos, sino que son articulaciones internas del espíritu objetivo, que pueden tener cierta relevancia en esta o en aquella forma histórica, pero que subsisten también siempre juntamente como articulaciones, que explican cómo pueda surgir, en el espíritu objetivo, aquella autoconciencia que da lugar a las formas del espíritu absoluto. No parece que se haya dado un verdadero desarrollo histórico desde Grecia hasta Kant, por ejemplo, para que surja la religión; también en la Grecia, clásica existe la religión, aunque está caracterizada por el espíritu ético y que no ha llegado ahora a la figura de la moralidad.

El camino recorrido hasta aquí se podría resumir así: para levantarse desde el punto de vista inmediato hasta aquel filosófico, el individuo debe recorrer (o mejor recorrer conscientemente) un cierto itinerario de formación de su conciencia individual hasta que deba hacerse capaz de pensar universalmente (conciencia, autoconciencia, razón); propiamente este itinerario le muestra que la verdadera universalidad no es algo que él puede alcanzar mediante una pura formación individual, ya que su actividad como individuo se hace posible y recibe su sentido solo desde su pertenencia, en la que él ya siempre se encuentra, a un mundo histórico social, a un espíritu objetivo conformado por instituciones e ideas compartidas. Pero esta pertenencia no es algo estático y macizamente inmóvil, ella comporta, a su vez, una problemática que estimula la toma de conciencia por parte del individuo; en esta toma de conciencia, entran efectivamente en relación otras conciencias, ellas son conciencias diversas, pero están al mismo nivel y tienen la misma dignidad. La solución al problema de la universalidad no radica ni en el puro itinerario de la conciencia individual hacia la razón, ni en la pura pertenencia al mundo histórico concreto en las instituciones, sino que supone ambas fases y estas entendidas como condiciones; por lo tanto, se trata de la pertenencia a un reino de espíritus libres, de autoconciencias realmente en diálogo entre ellas. Religión (y con ella el arte) y filosofía no son puras actitudes de la conciencia individual, son formas de conocimiento propias de mundos históricos completos, por esto implican la inter-subjetividad como su carácter esencial y originario. No hay un orden objetivo (el espíritu objetivo) que se refleje, al nivel de conocimientos, en las conciencias individuales, él se refleja y se sabe sobre todo en formas de conocimiento colectivas.

Esto se puede entender mejor si pensamos en la religión, al menos como Hegel (con muchas razones), la ve. Para Hegel no tiene sentido pensar que la Iglesia resulte de la unión de todos aquellos que, sobre todo en lo íntimo de su conciencia, hacen una experiencia religiosa (como podría pensar Schleiermacher). La experiencia religiosa surge ya de hecho al interior de una iglesia, de una comunidad religiosa existente. De la misma manera se puede decir que el arte no es una actividad individual cuyos productos vengan después a recogerse formando el mundo del arte; igualmente puede afirmarse que la técnica, el estilo y el gusto son medios históricamente diversos que se encuentran ya para ser compartidos; el artista pertenece al mundo del arte de su tiempo antes que, a la producción de una obra, y así la obra nace solo como articulación individual de su propia y originaria pertenencia a ese mundo.

Con todas las limitaciones de los dos ejemplos propuestos, queda claro que la autoconciencia del espíritu implica, como algo constitutivo, la intersubjetividad, la que se tiene en las formas del espíritu absoluto; religión, arte, filosofía son formas de autoconciencia de un mundo, no solo en cuanto tienen por objeto este mundo, sino porque lo tienen por sujeto; es un mundo (no un individuo) que es consciente de sí.

De aquí sigue otro elemento importante que se debe tener en cuenta en el estudio de las formas del espíritu absoluto. Como no hay una verdadera sucesión cronológica en el interior del espíritu objetivo, así tampoco las formas del espíritu absoluto son cronológicamente sucesivas; se da el arte, la religión y la filosofía tanto en nuestro mundo como en el mundo griego. Pero también hay que hacer una precisión: como el espíritu objetivo es siempre una totalidad, en ésta unos aspectos son más importantes que otros, los más importantes se convierten en punto de referencia, pues los demás se organizan en torno a estos, esta es la manera como las formas de conocimiento que constituyen el espíritu absoluto están ellas presentes; también ellas tienen un grado de verdad en cuanto corresponden más o menos plenamente a la fase del espíritu objetivo al que pertenecen. Existen civilizaciones, por ejemplo, la griega, que teniendo una religión y una filosofía se expresan auténticamente solo en la forma del arte; otras civilizaciones, en las que, en vez de arte, no tienen este carácter de expresión adecuado a su propio conocimiento, por el contrario, este carácter se da sobre todo en la filosofía (como nuestra época, en la que el arte, se puede decir que ha muerto). Toda forma del espíritu absoluto, y todo momento de él (por ejemplo, esta o aquella religión, esta o aquella forma de arte) tiene su verdad en la correspondencia a una cierta situación del espíritu objetivo. Hegel ejemplariza a este propósito, la idea de la Encarnación de Dios que se encuentra también en otras religiones, pero que no tiene verdad, en cuanto que en ellas “el espíritu efectual no tiene esta conciliación”.[25]

Las formas de la autoconciencia del espíritu que Hegel examina en la Fenomenología del espíritu son la religión y el saber absoluto, es decir la filosofía. En conexión con la religión, y veremos cómo, Hegel introduce el discurso sobre el arte, dando en pocas páginas un bosquejo de aquella que será después su estética dentro del sistema. Según lo anterior nos detendremos a considerar solamente el discurso hegeliano sobre la religión y en particular aquella que él llama la “religión artística”, dejando aparte la última sección de la Fenomenología del espíritu dedicada al saber absoluto.

16. Religión y arte.

El espíritu puede ser consciente de sí mismo de dos maneras: bajo la forma de la representación o bajo la forma del concepto. La conciencia que el espíritu tiene de sí bajo la forma de la representación es la religión, la conciencia que él tiene de sí bajo la forma del concepto es el saber absoluto. La una y el otro hacen parte de aquella esfera que Hegel, en el desarrollo del sistema, llamará espíritu absoluto, y que en la totalidad del sistema comprenderá también el arte.

El carácter de absolutidad del espíritu, que ha llegado a su autoconciencia, al conocimiento de sí, consiste en el hecho de que él ha arribado a la verdad: si la verdad, como ya se ha dicho, es, también para Hegel, la correspondencia del concepto y la realidad efectual, ella se alcanza solo cuando la conciencia es plenamente consciente de su propia unidad e identidad con aquella realidad efectual que, en sus figuras precedentes, le parecía siempre como algo distinto, más o menos radicalmente, desde sí. En el momento de la razón hemos visto que la certeza de la identidad de interno y externo, yo y mundo, en sí y para sí, ya había alcanzado concretamente esta unidad, pero solo desde un nivel abstracto; identidad que desde el individuo que, propiamente en cuanto individuo, no alcanzaba a realizar. Solo el espíritu objetivo como mundo histórico es, concretamente, la unidad de en sí y para sí; pero el espíritu objetivo es esta unidad ahora solamente como en sí, es decir, como realidad efectual. La última etapa del desarrollo consiste en que el espíritu sea esta unidad de en sí y para sí; he ahí por qué el espíritu absoluto se puede llamar la autoconciencia del espíritu; ella es, para el espíritu, lo que la razón era en el desarrollo de la conciencia individual.

El carácter de absolutidad del espíritu absoluto consiste en el hecho de que él es la realización plena de la verdad, de la unidad yo-mundo no solo al nivel abstracto (razón) ni solo al nivel efectual (espíritu), sino como conocimiento que el espíritu tiene de sí. En este sentido, se puede aseverar que, el espíritu entendido como esencia verdadera de la realidad, se puede llamar lo divino (es claro que para Hegel esta es la única acepción admisible del concepto de divino); también se puede aseverar en general que, en la Fenomenología del espíritu tanto la religión como el saber absoluto, es decir las formas del espíritu absoluto, tienen por tema común lo divino. La religión conoce lo divino bajo la forma de la representación, la filosofía o saber absoluto bajo la forma del concepto.

En el conocimiento que el espíritu tiene de sí, hay ahora un primer momento relativamente “inmediato” (que podemos hacer corresponder, por lo menos inicialmente, con el primer momento de la Fenomenología del espíritu, es decir, la conciencia): lo divino, entendido como unidad de espíritu y mundo, es conocido no conceptualmente sino en figuras e imágenes. Esto es lo que caracteriza la forma de la representación: representar significa, aquí, pensar no por conceptos sino por imágenes, figuras y formas concretas y determinadas. En la religión hay dioses o un Dios, los que son vistos, así como la verdad, es decir como la unidad del espíritu con el mundo, pero también siempre como figuras individuales, diferentes a nosotros, no resueltas jamás en puros objetos del pensamiento.

La religión tiene, por lo tanto, diversos momentos, ordenados entre ellos, según el esquema que ahora conocemos, y que va desde la sustancialidad o la inmediatez (sea relativa) hasta la subjetividad. En base a tal esquema, la religión tiene tres formas: religión natural, religión artística, religión revelada. La religión natural está caracterizada por el hecho de ver a Dios como alguien que se da concretamente en los seres naturales: primeramente de forma extremadamente genérica e indeterminada (dios identificado con la luz: religión de la luz), después en una multiplicidad de seres concretos y singulares (plantas y animales; politeísmo, animismo, etc.), después en seres que el hombre crea cuando mezcla las formas naturales de animales y plantas con la forma humana (aquella que Hegel llama la religión del artífice). El carácter general de este primer momento de la razón consiste en el hecho de que Dios y lo divino se presentan en ella de manera confusa respecto a las cosas de la naturaleza, por lo tanto, en una forma inadecuada más no libre. Estas formas de religión, vistas desde el plan del espíritu objetivo, corresponden a formas sociales tiránicas (la religión de la luz, que Hegel ve realizada en el mundo oriental con sus grandes imperios y su despotismo) o el estado de guerra permanente entre tribus, cada una forjada por su divinidad (religión de los animales).

La religión artística se representa lo divino en una forma adecuada, en una obra del hombre en la cual, como se verá mejor, significado y forma externa coinciden perfectamente. Pero también la religión artística es ahora provisoria: la representación de lo divino debe desarrollarse en una forma tal que tiende a hacerse más subjetiva e interior y que será aquella que Hegel llama la religión revelada. El pasaje desde la religión artística hacia la religión revelada se comprende solo si se lleva cuenta de lo que le corresponde a cada una en el plano del espíritu objetivo. La religión artística corresponde en efecto a aquella situación inicial del espíritu que hemos llamado espíritu verdadero o eticidad: es decir el mundo griego y lo clásico. Pero el mundo ético, como se ha visto, se disuelve, hasta cierto punto, en el mundo del estado de derecho, es decir, en una situación en la que triunfa el individualismo. Esta disolución lleva el espíritu hacia una más clara interiorización, la que culmina después en la moralidad.

El desarrollo del espíritu que tiende hacia la interioridad y hacia el hecho de colocar en el primer lugar la individualidad espiritual, corresponde, a la afirmación de una nueva forma religiosa, aquella que Hegel llama religión revelada. En ésta Dios no es representado en una obra bella  creada por el hombre (la estatua), sino que se encarna en un hombre singular, Jesús es llamado en la Escritura el Hijo del hombre, y para Hegel el significado de tal expresión es este: que en la religión revelada Dios se no se presenta más en las cosas de la naturaleza, ni en las obras  creadas por el hombre, sino en el hombre mismo que ha llegado a su madurez en la individualidad moral y espiritual, y a través de las luchas que lo han llevado desde la bella unidad y solidez de la eticidad griega hasta la moralidad, hasta aquello que se podría también llamar “el intimismo” propio de la filosofía moderna, tal y como se expresa, sobre todo, en la propuesta moral kantiana. De tal modo que la religión proviene de un momento de inmediatez y va hacia el momento de la “subjetividad”, el que anuncia el pasaje hacia la nueva forma, aquella del saber absoluto y filosofía.

17. La religión artística.

La religión artística, entendida como un momento intermedio en el desarrollo de la religión, desarrollo que va desde la “sustancialidad” de la religión natural hacia la “subjetividad” de la religión revelada, ella realiza la esencia general de la religión. Dicha esencia consiste en el hecho de que el espíritu se hace autoconsciente, pero bajo la forma de la representación; particularmente, este es un rasgo que la caracteriza, y que la coloca en un nivel superior respecto a la religión natural, y la coloca en la dirección de la subjetividad de la religión revelada. Este carácter propio de la religión artística consiste en el hecho de que para ella lo divino no se presenta más como algo “inmediato”, como sustancia, como en-sí que se puede encontrar en la naturaleza, sino como obra del hombre.

Otro elemento que es decisivo para la definición del arte en Hegel es la téchne, elemento que domina las teorías del arte de la antigüedad, y que la estética moderna tiende a colocar en un segundo plano; cuando se dice que el arte es téchne, ello quiere decir que es producción libre del hombre, acto con el cual él se libera de la naturaleza y la sujeta a sí mismo. Propiamente este rasgo, en general, es el que constituye el carácter específico del momento de la religión artística. Lo divino ya no se ve en la naturaleza ni en las producciones del hombre que lo sujetan a ella (las estatuas medio humanas y medio bestiales), sino en puras y libres formas producidas por el hombre. En este orden de ideas, podría decirse que se trata propiamente de un momento decisivo en el desarrollo de la religión, desarrollo que va desde el en-sí hacia el para-sí.

Ya se ha visto que la verdad de las formas del espíritu absoluto consiste en su correspondencia a determinados momentos del desarrollo del espíritu objetivo. La situación objetiva a la que corresponde la religión del arte, de la cual ella representa el conocimiento adecuado, es la del espíritu verdadero y de la eticidad, es decir, el primer momento del espíritu. Sabemos ya que Hegel ve la eticidad realizada en la ciudad griega del período clásico; el arte (y por lo tanto la religión artística) es la forma de autoconciencia adecuada a la humanidad de la ciudad griega y al hombre de la edad clásica. Esto quiere decir, y es lo que Hegel desarrollará después de modo más completo en las Lecciones de estética, que el arte verdadero es el clásico. Según lo anterior puede decirse que, el arte desarrollado en la época clásica y en la ciudad griega, y esta entendida como una forma de autoconciencia, corresponde a la situación objetiva del espíritu; por otro lado, el arte clásico es la forma en la cual la esencia del arte se realiza de la manera más plena y perfecta.

Es significativo, a pesar del carácter “romántico” de su pensamiento (en el sentido que Hegel refutaba el romanticismo), el hecho que este pensador vea el momento histórico de lo clásico, el espíritu verdadero o eticidad, y el arte clásico como momentos efímeros y pasajeros de la historia y del arte. Podría decirse que lo clásico es el momento de supremo equilibrio en las instituciones y en la conciencia que el hombre tiene de sí, sin embargo, es algo que ya ha desaparecido en su realización. Esto se ve también en el arte, ya que Hegel lo cuestiona en el momento de la religión artística, y en este sentido es ya signo de una nostalgia, de un retorno atrás, de un acto en el que el espíritu se representa como algo perdido.

Como se ha visto respecto al problema de las formas de conocimiento del espíritu objetivo, también aquí, la conciencia implica una ruptura de lo compacto y de lo inmediato; tal situación está ilustrada por Hegel en las páginas en que introduce la parte dedicada a la religión artística. Para que sea posible el surgimiento del arte como forma de autoconocimiento del espíritu verdadero, ético, es necesario que tal eticidad sea ya en sí escindida e inestable, ya que el desarrollo del arte, en sus más variadas formas, acompaña el proceso de ruptura y de muerte de la eticidad. El arte supone, como toda forma de conocimiento, una fractura y una escisión en el carácter compacto del espíritu objetivo, además, el desarrollo de sus formas supone y acompaña el desarrollo de esta fractura hasta el ocaso definitivo del espíritu ético (que, en la dialéctica del espíritu, termina en la abstracta igualdad del estado de derecho, en el mundo, de la extrañeza y de la cultura).

La religión artística tiene su propio desarrollo, unido al desarrollo y a la muerte de la eticidad, y que Hegel sintetiza en tres etapas: arte abstracto, arte viviente y arte espiritual. Estos tres momentos se comprenden también como un desarrollo que va desde el en-sí hacia el para sí; es decir, desde un momento en el que domina la representación de lo divino como sustancia hasta un momento en el que ella se resuelve en actividad de la conciencia. En general, se va desde una forma de arte en la que la divinidad es obra del hombre pero, diferente y contrapuesto a él (arte abstracta), hacia un momento en el cual el hombre se identifica activamente con lo divino sin ser claramente consciente (arte viviente), hasta un momento conclusivo en el que lo divino es identificado con el hombre, siendo éste plenamente consciente de tal hecho, de modo que la sustancialidad inicial del arte abstracto se ha resuelto en la actividad consciente del hombre (arte espiritual).

18. Arte abstracto y arte viviente.

El carácter abstracto, propio del primer momento de la religión artística, está constituido por el hecho de que lo divino se presenta como obra del hombre, pero también como algo que se ha separado de la actividad que lo ha producido, es decir, como pura cosa. Tanto el templo como la estatua del dios son obras de arte abstracto; lo uno y lo otro, aparecen como cosas cuyo significado no está dado de manera inmediata con su existencia; ellos adquieren dicho significado solo cuando son, efectivamente, objeto de uso religioso y devoción. Estas obras, cuando han adquirido su significado, expulsan fuera de sí la actividad del hombre que las ha producido, ellas alcanzan a re-significar su significado. En el himno sacro, tal actividad puede manifestarse de manera abstracta, es decir, separada de sus obras, como pura efusión de la íntima religiosidad del espíritu. Como el templo y la estatua, tomados en sí, son abstractos en cuanto no contienen inmediatamente la actividad del hombre que les da su significado, así la música del himno es, igualmente, algo abstracto en cuanto no se concretiza en una existencia corpórea estable, ellos se convierten en un continuo flujo de emociones que se manifiestan en una forma diluida. La música del himno “se contrapone a la cosidad de la estatua. Mientras ésta es el ser allí quieto, aquella es, en cambio, el ser ahí que tiende a desaparecer; mientras que en ésta la objetividad dejada en libertad carece del propio sí mismo inmediato, aquella permanece demasiado encerrada en el sí mismo, cobra demasiado poca  configuración y, como el tiempo, no es ya de un modo inmediato mientras es allí”.[26]

Estos dos elementos abstractos deben alcanzar su síntesis, y esta síntesis es el culto, el que concluye el ciclo del arte abstracto e introduce el momento sucesivo, aquel del arte viviente. El culto, el templo y la estatua toman su significación y cualificación precisas, mientras la religiosidad diluida del himno se concreta en actos y ritos precisos. El culto no solo sintetiza los dos momentos precedentes, sino que introduce también el nuevo momento, el arte viviente. En efecto, el culto tiene por objeto la unión del hombre con Dios, mientras que la divinidad, en el momento del arte abstracto, aparecía como algo distinto y lejano siendo obra del hombre (la estatua). El culto está hecho de ritos de purificación, los que tienden a realizar la unión del hombre con Dios y generar la felicidad de aquel.[27] La unión y la identificación con Dios que el culto busca, pero que no realiza plenamente, se efectúa, a su vez, en el momento sucesivo, el de la obra de arte viviente.

Hegel, en la determinación de este segundo momento de la religión artística, está pensando en las antiguas religiones mistéricas, concretamente en los misterios de Dioniso y de Cerere; en general se puede decir que está pensando en los ritos apreciados por la mentalidad y la filología romántica y postromántica (piénsese, por ejemplo, en el concepto nietzscheano dionisiaco). En ellos, cada uno, a través de la participación, la procesión y la danza, realiza y manifiesta, conjuntamente, una oscura conciencia de identidad con la divinidad, y ésta pensada como fuerza de la naturaleza (de aquí la importancia de la referencia, en estos ritos, al misterio de la generación, del nacimiento y de la muerte). Estas religiones son místicas no tanto en el sentido en el que el término alude a algo oculto y de misterioso; “el elemento místico no es el ocultarse de un secreto, ni es ignorancia, sino que consiste en esto: que el Sí si sa unum atque idem con la esencia, y esta es revelada”.[28] En los cultos mistéricos, la divinidad está en unidad inmediata con lo humano, pero esta unidad es ahora inmediata, es decir consciente, es solo en la forma del en-sí.

Un paso en la dirección del conocimiento está dado en la fase del arte viviente, desde la admiración por la belleza y la fuerza física, que se manifiesta en los grandes juegos gimnásticos del pueblo griego. Aquí lo divino no aparece de forma caótica, ni diluyente como en el caso de la religión mistérica, sino bajo la forma definitiva y precisa de una persona determinada, vista como perfecta, completa y estable. “Esta ebriedad desaforada del dios debe calmarse haciéndose objeto, y el entusiasmo no hecho conciencia debe producir una obra que le hace contrapeso como una obra perfecta, a aquel mundo que al entusiasmo del artista ya mencionado (es decir el artista del arte abstracto) se hace contra la estatua; pero no como un Sí en sí privado de vida, sino como un Sí viviente”.[29]

El atleta bello premiado en las contiendas es una especie de objetivación de la conciencia, de unidad con lo divino que se manifiesta primeramente en los ritos mistéricos. Ni esta conciencia en su inmediatez, ni su objetivación realizan en sí el equilibrio pleno de los dos elementos humano y divino. “En las dos representaciones que hace poco acabamos de ver, no se daba la unidad de la autoconciencia y de la esencia espiritual, sino que siempre falta su equilibrio. En el entusiasmo báquico el Sí está fuera de sí; pero en la corporeidad bella está fuera de sí la esencia espiritual. Aquel embotamiento de la conciencia y sus salvajes balbuceos deben ser acogidos en existencia clara de la corporeidad, y la claridad privada de espíritu peculiar de la corporeidad debe ser acogida en la interioridad del entusiasmo báquico. El elemento perfecto en que la interioridad es así exterior como la exterioridad es interior, es ahora una vez el lenguaje”.[30]

En los dos momentos en los que se concretiza el arte viviente, el misterio dionisiaco y la bella corporeidad del atleta, nos situamos frente a una antítesis análoga a aquella que hemos visto en el arte abstracto, antítesis que se puede siempre comprender con referencia a los dos términos decisivos para todo contraste dialéctico hegeliano: en sí y para sí. En el arte abstracto, lo divino, entendido como obra del hombre, y diferente a él, se presentaba como en sí (tanto en el templo como en la estatua), ahora como para sí (en el himno); aquí lo divino, presente en el hombre, aparece bien sea como para sí, como algo presente sobre todo en la conciencia (aunque sea oscura) de los participantes en el rito báquico (como en el caso de las religiones mistéricas), o bien como en sí (la corporeidad bella del atleta como objeto de admiración y de culto por parte de todos los otros ante los cuales aparece como un objeto). Estas antítesis no han encontrado verdadera mediación; la síntesis del culto, que concluía el arte abstracto, era una síntesis provisoria que daba lugar a un nuevo desarrollo: el arte viviente; y el arte viviente no tiene un momento sintético que medie los dos momentos precedentes, y con ello da lugar a una nueva forma. Desde el paso que hemos visto, sabemos que el lenguaje será un elemento constitutivo de esta nueva forma.

19. El arte espiritual: epopeya, tragedia, comedia.

Con este tercer momento culmina el proceso de la religión artística, proceso que, como hemos visto, va de la sustancialidad a la subjetividad o más específicamente, debe conducir a la plena realización de lo que caracteriza la religión artística, ya que en ésta la divinidad se presenta como obra del hombre. Mediante los diversos momentos de la religión artística debe quedar claro que lo esencial es el hombre entendido como autoconciencia libre y como actividad subjetiva, entendido como en sí y para sí; la divinidad es obra del hombre, tal y como se efectúa bajo la forma de la representación.

El proceso de identificación de lo divino y lo humano, tal y como se ha desarrollado en las dos formas precedentes (arte abstracto y arte viviente), aquí alcanza su punto culminante. El lenguaje es un elemento esencial en este proceso. No solo porque, en general, en él la conciencia se manifiesta y juntamente se sabe como conciencia (para Hegel es obvio que lo que se convierte en objeto de nuestra conciencia, del modo pleno, se expresa también necesariamente en el lenguaje; no podemos saber nada verdaderamente si no formulándolo en expresiones lingüísticas), sino propiamente porque se convierte en objeto de una representación bajo la forma del lenguaje; los dioses son producto del que los revela, del poeta que los pronuncia, y con su canto, les da el ser. Es esta la razón por la que para Hegel las artes de la palabra tendrán un valor preponderante, no solo aquí sino en el desarrollo sucesivo de su sistema; ellas juntamente realizan más plenamente la esencia del arte (identifican lo divino con lo humano y con la obra del hombre); y representan también la crisis, el punto del pasaje a las formas de conocimiento superior.

Las artes del lenguaje son, sobre todo, modos como se realiza el conocimiento del hombre que quiere comprender a dios, que es ya en-sí. Según lo que se ha visto en los momentos precedentes, la relación entre lo humano y lo divino es un fenómeno que se suele presentar en las artes literarias. Pero propiamente porque se da un conocimiento de tales relaciones, él mismo da lugar a una nueva relación (según el principio planteado en la Fenomenología del espíritu, por el cual, haciéndose consciente de un modo de ser, (en sí y para sí) se realiza también de hecho un nuevo en sí). Las relaciones hombre-dios, tal y como se han realizado en las dos formas precedentes, se refieren a la epopeya (al arte abstracto) y a la tragedia (arte viviente): la nueva figura es, a su vez, la comedia.

Las tres formas de poesía que Hegel analiza aquí pasan a ocupar el centro de la discusión, sucesivamente ellas son: los dioses, los héroes y el hombre común. Hay una especie de silogismo, es decir de conexión de los dos términos extremos a través del término medio: el mundo de los dioses está conectado con el de los hombres comunes, representado por el Aeda, por el cantor a través de un término medio que son los héroes; estos a su vez, son humanos como los hombres comunes, pero también son figuras universales, como los dioses. Mientras en la primera forma, la de la epopeya, el término mayor son los dioses, en la última todo cambia, y lo esencial es el hombre común; los dioses le revelan al hombre común solo representaciones y “propiedades” (sea en el sentido de que pueden compartir sus atributos, sea en el sentido más fuerte, ya que los dioses pueden disponer de ellos).

El mundo de la poesía épica es aquel, como ya se ha dicho, del arte abstracto; un mundo donde el dios aparece como diferente y superior al hombre. Los héroes de los poemas épicos son solo instrumentos en las manos de los dioses; las luchas verdaderas, aquellas que desencadenan las guerras entre los hombres, (por ejemplo, la guerra de Troya) son aquellas en las que los dioses se enfrentan entre ellos. Pero ya en esta situación, en el mundo de los dioses representado en la epopeya se verifica la contradicción; los dioses son, en efecto, aquellos que lo mueven todo, pero no actúan sino mediante los héroes; estos son su verdadera efectualidad, del modo como van las cosas entre los héroes depende el éxito de la lucha entre los dioses. Y el mismo hecho de que los dioses luchen entre ellos limita y contradice su divinidad, que debería ser imperturbable. En síntesis, ya en el mundo de la epopeya se manifiestan contradicciones que cuestionan la estabilidad del mundo divino, así como la epopeya, lo representa y lo canta.

Tales contradicciones dan lugar al pasaje a otro tipo de poesía: la tragedia. Aquí nos encontramos en un momento análogo al del arte viviente. En efecto, el centro de la tragedia no son los dioses, sino los héroes, ellos encarnan en sí lo divino, bajo la forma del destino que dirige sus luchas, pero también en la manera como actúan a partir de sus propias decisiones. El héroe trágico no solo es un instrumento de los dioses, sino que es una personalidad que realiza su propio destino; el cual se realiza a través del carácter del héroe, por el cual él hace libremente lo que el destino quiere. Como se ve, la divinidad aquí es interiorizada, hasta llegar a identificarse con el carácter del héroe. El contraste que se presenta en el mundo épico entre una multitud de dioses diferentes, se simplifica ahora, interiorizándose, en sus términos esenciales. Ya se había dicho que lo esencial de todo contraste dialéctico es el esquema de la oposición entre en-sí y para-sí. En el héroe trágico, la oposición entre en-sí y para sí-es aquella entre lo que el héroe sabe y lo que permanece oculto, propiamente en virtud de su carácter y de su destino. Edipo resuelve el enigma de la esfinge, pero por otro lado mata a su padre y a su esposa, sin saberlo, a la madre. En-sí es lo que al héroe le permanece desconocido, para-sí es cuanto él sabe; desde este contraste nacen las luchas trágicas (se toma siempre como ejemplo a Edipo).

Los héroes trágicos, empujados cada uno por sus propios pathos, por el carácter en que se encarna el destino, todos tienen igualmente razón y todos tienen culpa, porque cada uno ve solo una parte de la realidad. Todos ellos son iguales frente a la abstracta necesidad del hecho, que sujeta para sí no solo a los héroes sino también a los dioses. Esta era una conclusión que ya Hegel había encontrado en su estudio sobre el fin del mundo ético en el estado de derecho. Aquí, teniendo en mente esta finalidad del mundo ético, se sirve del pasaje que va desde la tragedia hacia comedia. En la tragedia, el centro de gravedad se había hecho sentir en los héroes, pero ahora, con el hecho de que todos los héroes, y los mismos dioses, se revelan iguales frente a una fuerza que los domina, se opera un pasaje ulterior. La fuerza que domina los héroes y los dioses no puede ser concebida como un individuo junto a ellos, si no sería también ella un dios o un héroe; ella no es otra que la misma actividad espiritual, la actividad de la autoconciencia. Esta actividad de la autoconciencia, en el arte literario, es la palabra misma; el lenguaje no solo ha hecho consciente de sí las diferentes formas del arte abstracto y del arte viviente, sino que revela la verdadera realidad de todo. ¿En qué consiste la fuerza que hace mover dioses y héroes, y que en la tragedia se representa como el hecho y el destino? En el fondo es la misma poesía, es decir, la libre actividad autoconsciente del hombre, que produce y que hace mover estas figuras divinas y heroicas, de las cuales él mismo constituye la verdad auténtica.

De esta manera se explica, según Hegel, el origen de la comedia antigua. En ella, todas las luchas de los dioses y de los héroes se reducen a dimensiones humanas. El destino empuja al héroe trágico a ciertas acciones más que a otras, pero también puede ser un mal común de orden físico, como en el caso de la fiebre.

Este espíritu de desacralización y, nosotros diremos, de desmitificación, que caracteriza a la comedia antigua, es el signo, según Hegel, de que el hombre se ha dado cuenta, finalmente, que la verdadera esencia de lo divino es su libre actividad, que coloca lo divino, que conforma las figuras divinas y heroicas como representaciones propias. El carácter cómico de la comedia deriva del hecho según el cual los dioses y los héroes se manifiestan como si fueran diferentes de aquellos que pretendían ser y de cómo aparecían desde el principio. Parecen potencias superiores y extrañas, por el contrario, son solo representaciones y disfraces del hombre común.

De aquí también puede verse la serenidad de la comedia, la que está unida al elemento que trata de confirmar su carácter propiamente cómico; aquellas figuras que aparecían como anormales y trascendentes, se revelan como nuestro producto, como algo no diferente a nosotros. El hombre común se ríe de la revelación, además porque ella le da seguridad; el mundo no es más un lugar extraño habitado por seres misteriosos, sino su mundo, el mundo donde él se encuentra en casa y no encuentra a otros, sino que al final, se encuentra a sí mismo: “Lo que esta autoconciencia intuye, es que en ella aquello contra lo que ella asume la forma de la esencialidad, se resuelve en su pensamiento, en su existencia y en su acción, y es abandonado; es el retorno de todo lo que es universal en la certeza de sí mismo; y ella consiste en esta total ausencia de miedo por las cosas extrañas que para ella no tienen ninguna consistencia esencial, y es un bienestar y un sentirse bien de la conciencia, como no se encuentra más fuera de esta comedia”.[31]

Así se ha realizado el retorno a la certeza de sí mismo, aquella disolución total de la sustancialidad en la subjetividad, y que como habíamos visto consiste en la dirección general del desarrollo de la religión y de la religión artística en particular. La divinidad, que primeramente se había presentado como obra del hombre, aunque no tenía conciencia de ello, pues se presentaba como algo que se destacaba de él, poco a poco, se ha venido revelando siempre más como la actividad misma del espíritu; en este proceso de toma de conciencia, la función decisiva ha sido el lenguaje; ya que solo en las artes poéticas, en cuanto subsisten sólo en el canto del los hombres, del Eade, en el habla, ha sido posible que toda la realidad de las figuras divinas, ahora de algún modo “independientes”, por ejemplo en la forma de la estatua, se resolviera en la actividad del espíritu; en la poesía, los dioses y los héroes, no tienen otra realidad  que aquella que les ha conferido el habla poética.








Parte segunda.













Las Lecciones de estética.


20. El texto de las Lecciones de estética.

Anteriormente se había dicho que la Fenomenología del espíritu se convierte en la primera gran obra de Hegel; además esta debía convertirse en la introducción al sistema. El discurso sobre el arte, que en la Fenomenología ocupa muy pocas páginas, después es desarrollado dentro del sistema de modo autónomo e independiente.

Además de los parágrafos dedicados a la estética en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1817), que ubican el arte dentro del marco general del sistema hegeliano, del cual la Enciclopedia se convierte en una presentación muy sucinta, un compendio, la obra dedicada específicamente a la estética son las Lecciones de estética.

Esta obra, como tantas otras que contienen el pensamiento del Hegel maduro, no fue hecha por él para ser publicada, sino que sus alumnos la publicaron de manera póstuma, a partir de las notas de clase tomadas en los cursos universitarios. El título de Lecciones es tomado desde la literalidad del término. De la misma forma fueron publicadas las Lecciones de filosofía de la historia, Filosofía de la religión, Historia de la filosofía. De igual manera, las Lecciones de estética se refieren, casi exclusivamente, a los cursos impartidos por Hegel en Berlín, el cual fue profesor allí desde el año 1818 hasta el momento de su muerte acaecida en 1831.

Las Lecciones de estética fueron publicadas bajo el cuidado de Heinrich Gustav Hotho, en el ámbito de la gran edición de todas las obras de Hegel publicadas inmediatamente después de su muerte, por un grupo de estudiantes, en la cual ocupa el volumen X (en tres tomos); y salieron a la luz pública entre los años 1836-1838. Para este efecto, Hotho se sirvió de sus propios cuadernos de notas y de otros alumnos, e incluso de las mismas notas de Hegel que se refieren a los cursos berlineses, también de los cursos dictados en el breve periodo en que fue profesor en Heildelberg (1817-1818), reorganizando e integrando todas las fuentes que tuvo a su disposición. El texto que hoy tenemos toma como base la edición de Hotho (la que fue revisada, corregida y reimpresa entre 1842-1843), mientras esperamos que se complete la nueva edición crítica de las obras de Hegel, iniciada hace poco por un grupo de estudiantes alemanes.

21. El arte desde la Fenomenología del espíritu hasta las Lecciones de estética.

La atención que le hemos dedicado a la Fenomenología se justifica por el hecho que, según el propio Hegel, una comprensión no superficial de su pensamiento, es decir, del sistema del saber filosófico, no se puede obtener si no es recorriendo, la vía del desarrollo de la conciencia que aquella obra describe. Ahora bien, en la Fenomenología del espíritu, como se recordará, el arte tenía una posición subordinada respecto a la religión, es más, allí no se hablaba propiamente de arte sino de religión artística. Pasando desde la Fenomenología hacia las Lecciones de estética, el primer problema frente al cual nos encontramos es, aparentemente, una discrepancia en el modo de considerar el arte respecto a las tres formas del espíritu; antes que en las Lecciones de estética dicha discrepancia podía apreciarse ya en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1817), en las cuales, como se ha visto, el sistema propuesto por Hegel se había esbozado en toda su compleja y articulada estructura. En esa obra, tal y como también lo sostiene en las Lecciones berlinesas, el arte aparece como la primera forma del espíritu absoluto, las otras formas son la religión y la filosofía. Lo que se debe entender con el término espíritu absoluto, aunque el término no aparece en la Fenomenología del espíritu en este sentido, lo sabemos ya desde el itinerario fenomenológico. El espíritu absoluto es la autoconciencia del espíritu, puede ser del espíritu subjetivo y del espíritu objetivo; en otros términos, como ya se había mencionado, espíritu absoluto son las formas supremas de conocimiento que una humanidad, históricamente determinada, tiene de sí misma y del mundo, de la identidad del mundo consigo mismo, es decir, la reducción de la realidad a hechos espirituales. El espíritu absoluto, en este sentido, no es solamente el conocimiento de que toda la realidad se reduce a realidad espiritual, sino que en cuanto conocimiento cumple el último y definitivo pasaje de esta reducción.

¿Cómo se logra una conciliación entre aquello que se ha dicho acerca del arte en la Fenomenología del espíritu con este esquema del espíritu absoluto que la ve en tres momentos distintos: arte, religión y filosofía? ¿Acaso se ha dado en el pensamiento de Hegel un cambio de perspectiva? Efectivamente, la Fenomenología del espíritu veía el arte solo como un momento de la religión, bajo la forma de la religión artística.

No existe un verdadero contraste entre las posiciones acerca del arte expuestas en la Fenomenología del espíritu y la estética del sistema. Por encima de todo hay que tener presente que todas las formas del espíritu absoluto, incluidas el arte y la filosofía, se pueden orientar, en cierto sentido, hacia la religión. Toda la esfera del espíritu absoluto puede designarse como religión, según la Enciclopedia (Parágrafo 554), y esto se debe al hecho, según el cual, todo el espíritu absoluto es la esfera de lo divino; ya en la Fenomenología del espíritu, con el pasaje del espíritu a la religión, pasaje mediado por el perdón, se realizaba lo divino, es decir, se realizaba la fase de la suprema autoconciencia del espíritu; el consumado reencuentro del espíritu en la realidad; ahora bien, lo divino no es otra cosa que la esencia espiritual de la realidad que se reconoce como tal. Todas las formas del espíritu absoluto, por lo tanto, son formas de religión, ya que todas tienen que ver con lo divino, y este entendido en el sentido en que Hegel lo comprende: el espíritu que finalmente se ha reconocido como la esencia más profunda de toda realidad; en este reconocimiento no encuentran limitaciones (nada le resulta extraño), no es finito sino infinito, en todo el sentido verdadero es Dios, es Dios en el sentido más pleno.

La conexión profunda de cada una de las formas del espíritu absoluto, vistas desde el sistema, siguen teniendo validez, por lo tanto, también el arte con la religión entendida en un sentido amplio y general. Otro elemento que hay que tener en cuenta, para comprender el contraste, más aparente que real, es que, si bien en la Fenomenología del espíritu, el arte ocupa un puesto “posterior” a la religión (es el segundo momento de la religión), en cambio, en el sistema, esta ocupa el primer grado del espíritu absoluto, no se presenta un verdadero cambio en el orden de la sucesión; un orden de verdadera sucesión, por lo tanto, no existe.

El desarrollo del arte en la Fenomenología del espíritu hace parte del desarrollo general de la religión, en cambio en el sistema (véase la Enciclopedia), tanto el desarrollo de la religión como el del arte son paralelos. Según esto, a una cierta religión le corresponde una cierta forma de arte, las crisis de una se reflejan en la de la otra. Arte y religión aparecen como dos manifestaciones paralelas, entre las cuales no existe un verdadero orden de sucesión, incluso en el caso en que el momento de máxima madurez de una (por ejemplo, el arte clásico) no coincide con el máximo momento de la madurez de la otra (el cristianismo es la religión suprema, y a él le corresponde un tipo de arte que ya no es el clásico, pues este es una forma de arte que ha entrado en crisis, ahora impera el arte romántico).

Más que de una sucesión, se puede hablar de un paralelismo, en el sentido que a una determinada forma religiosa le corresponde una forma estética y viceversa. En el sistema, en cuanto pretende desarrollar una teoría de los diferentes momentos y aspectos del espíritu, se puede presentar una sucesión, pero esta no necesariamente indica una sucesión cronológica en el desarrollo. Esto ayuda a comprender por qué en la Fenomenología del espíritu, el arte y la religión, no se distinguen claramente. La Fenomenología del espíritu se diferencia del sistema en cuanto es la descripción de un itinerario, el de la conciencia que se levanta hasta convertirse en saber absoluto; su punto de vista, se puede decir, es genético; centra su interés en las diferentes formas de la conciencia, y estas en cuanto son etapas de un devenir. Por el contrario, el sistema pretende presentar en un marco orgánico de la realidad, el que la conciencia, mediante el itinerario fenomenológico, puede llegar a ver. Desde el punto de vista de la Fenomenología del espíritu, el devenir de la conciencia, la religión y el arte son dos aspectos que caracterizan el mismo nivel de desarrollo del espíritu, en el cual, a una determinada forma religiosa le corresponde una determinada forma estética, etc., ambos son vistos como momentos provisorios sobre la vía que conduce al saber absoluto; en cambio, en el sistema, los diferentes momentos son estudiados como si fueran totalidades cerradas, dotadas de fisonomías distintas.

Estos solo son algunos elementos que deben tenerse en cuenta para considerar que el contraste que se establece, respecto al tema del arte, entre la Fenomenología del espíritu y el sistema, no es muy profundo, es solamente aparente. También hay que tener claro que la Fenomenología del espíritu, bajo muchos aspectos, permanece en un estado introductorio y embrional; a la vez que presenta el problema más general respecto a la relación que existe entre el sistema (no solo la estética) y el camino fenomenológico. Desde la solución que se dé a este problema podría derivar una más clara explicación respecto al tema de la posición del arte.

22. Estructura general de las Lecciones de estética.

El carácter introductorio de este curso, no nos permitirá presentar una exposición completa de las Lecciones de estética. No detendremos, de manera particular, en el análisis de la primera, de las tres partes, que contiene el texto; sin embargo, antes, es necesario presentar un cuadro de la estructura general de la obra, siendo este presentado de modo muy sumario.

Es necesario tener presente que Hegel da por supuesto todo lo concerniente a la posición de la estética en la filosofía, y de la esfera estética, entre las otras formas del espíritu absoluto. La razón de esto radica en que, por un lado, la introducción-demostración del sistema, que se puede encontrar en la Fenomenología del espíritu, ya ha mostrado, al menos en un principio, dónde se ubica el arte respecto a las otras formas de la vida espiritual; y por otro lado, porque la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, de la cual ya hemos hablado, ya ha establecido el lugar que ocupa el arte, como momento del espíritu absoluto.

Básicamente, Hegel pretende comenzar su exposición sobre la estética de modo directo, sin repetir el marco dentro del cual ella se inserta; por otro lado, dado el carácter sistemático de su pensamiento, la definición del concepto de lo bello, que es determinante para la esfera de la estética, lo llevará a replantear una visión, desde el punto de vista de la estética, de toda su filosofía.

Ya habíamos dicho que la estética es el tratado de la esfera estética y esta entendida como un momento de la vida del espíritu absoluto. La estética trata el tema del arte, ya que, como lo muestra en la primera parte, lo bello se realiza sustancialmente en el arte. Por esta razón, lo que ya se había visto en la Fenomenología del espíritu, vuelve a ser planteado aquí de manera más rigurosa, esta consideraba que las formas del espíritu absoluto (allá no se llamaban así) eran la religión, el arte y la filosofía. Es necesario tener presente por ahora que, mientras esperamos el momento de ver los argumentos sobre los cuales Hegel realiza la reducción de la esfera de la estética al momento del arte, la estética tiene por objeto lo bello artístico; la causa de esto radica en el hecho según el cual solo en el arte se realiza lo bello realmente.

Hegel sostiene que lo bello es la manifestación o el aparecer sensible de la idea; para poder comprender el significado preciso de esta expresión, es necesario, que ahora nos detengamos en ella. Esta es la base sobre la cual se estructuran los argumentos y las subdivisiones que constituyen las Lecciones de estética. Es necesario tener presente que la expresión “aparición sensible de la idea” quiere decir, de acuerdo a cuanto se ha visto en la Fenomenología del espíritu, que lo bello (en el arte), la autoconciencia del espíritu, es decir, la conciencia que tiene el espíritu de ser toda la realidad, se manifiesta de forma sensible en obras que son producidas por el mismo espíritu. Según lo anterior, el espíritu puede tener conciencia de sí bajo la forma de pensamiento puro, en esto consiste la filosofía, o bajo la forma de la representación (Vor-stellung), en esto consiste la religión o (y esta es la distinción ulterior que el Sistema introduce respecto a la Fenomenología del espíritu, donde religión y arte permanecerán en el mismo nivel), en la forma sensible de obras existentes, y entonces aparece el arte.

Si llamamos, con Hegel, divino, el espíritu en cuanto infinito, es decir, en cuanto autoconsciente, consciente del ser propio de toda la realidad, entonces, lo divino se podrá presentar sea bajo la forma del pensamiento puro (es decir, filosofía) o bajo la forma de la representación (la religión) no desde la forma de un producto artístico existente de modo concreto o de manera sensible (es decir, el arte). La tarea que deberá desarrollar una estética científica será mostrar que lo bello es algo necesario; necesario en cuanto pertenece a la divinidad, en cuanto aparece bajo la forma de una obra de arte sensible y particular, antes que en formas conceptuales puras o en representaciones religiosas. No es algo accidental el hecho de que la autoconciencia del espíritu, que el espíritu absoluto, se manifieste bajo la forma de obras de arte concretas, es decir, en un producto concreto sensible, finito y existente para nuestros sentidos. Para que esto no se convierta en un hecho accidental, es necesario que la necesidad de manifestarse sensiblemente haga parte de la divinidad. Esto es lo que Hegel llama el primer momento de la estética científica. Propiamente, la cientificidad de esta radica en la necesidad, no en la arbitrariedad o accidentalidad, de las manifestaciones sensibles de la divinidad. Toda esta problemática que se empeña en demostrar la necesidad de lo bello, es decir, de la manifestación sensible de la idea (lo divino), es lo que constituye la primera parte de las Lecciones de estética. En esta parte nos detendremos, de modo particular, a fin de ver las articulaciones de modo más preciso.

Se ha dicho anteriormente que lo bello es la aparición sensible de la idea (o lo divino); ello implica que existe una cierta relación entre contenido y forma; es decir, entre la idea y su manifestación sensible. Estas relaciones se pueden configurar en diversos modos, los que dependen del grado de desarrollo del espíritu. También aquí, nos ayuda para el proceso de nuestra comprensión, aquello que ya habíamos visto a propósito de la Fenomenología del espíritu. Cuando estudiamos el fenómeno del arte en este texto se había visto que la diferencia entre arte abstracto, arte viviente y arte espiritual corresponde a los diversos modos como toma forma el espíritu religioso; además se había visto que, de manera más amplia, la religión artística es la forma como se manifiesta el espíritu en un momento bien preciso y determinado de su desarrollo. Particularmente se recordará que el arte como tal, aquella que Hegel después llamará arte clásico, se realiza de manera más plena solo en una cierta época del desarrollo del espíritu objetivo, (es decir del desarrollo de las instituciones, de la vida asociada, de la cultura en general); por el contrario, en otras épocas, en cuanto en ellas exista el arte, las formas, a través de las cuales se manifiesta la autoconciencia del espíritu, de modo más adecuado, son la filosofía o la religión.

Ya en la Fenomenología del espíritu, había quedado claro que el arte es una forma de manifestación que se adecua solo a ciertos momentos del desarrollo del espíritu, mientras que en otros momentos encuentra su manifestación más verdadera en la religión o en la filosofía; ahora en las Lecciones de estética, Hegel reemprende y desarrolla este punto de vista, justamente, precisándolo en los términos de contenido y de forma a los cuales se refería.

Si llamamos el contenido, en general, a la idea o la autoconciencia del espíritu, la manifestación sensible de ella, la que constituye el arte, podrá ser más o menos adecuada; la autoconciencia, será o no, una fase del desarrollo, a través de la cual su manifestación más adecuada es el arte. Tendremos el arte clásico cuando se presente o se dé tal adecuación entre contenido y forma; este momento, tal cual acaece en la Fenomenología del espíritu, se llama el momento de la religión artística. Si tal adecuación no se presenta, entonces esto puede ocurrir por dos razones diferentes: bien sea porque el espíritu no ha alcanzado un nivel de autoconciencia tal que se pueda manifestar adecuadamente en el arte o porque la autoconciencia del espíritu ha ido más allá, de modo que ha alcanzado una profundidad tal que no puede manifestarse más, adecuadamente, bajo la forma del arte. Esto es lo que la Fenomenología del espíritu ha descrito en los dos momentos de la religión natural y de la religión revelada; desde aquí, el uno precede y el otro sigue hacia la religión artística. Cuando el arte no se adecua, este fenómeno depende de un desarrollo insuficiente de la idea, de la autoconciencia, y entonces nos encontramos frente al arte que Hegel llama simbólica; cuando el arte no se adecua, este fenómeno depende del hecho de que la manifestación sensible no alcanza a llegar a la profundidad que ha alcanzado la autoconciencia, y entonces tendremos lo que Hegel llama el arte romántica.

23. La idea en el arte, en la religión y en la filosofía.

Ya se ha dicho que la definición más general, acerca de lo que sea el arte, y que se puede encontrar en las Lecciones de estética, es que, ella es la manifestación sensible o el aparecer sensible de la idea. Es necesario tener presente que el término idea asume, aquí, un sentido más amplio y general; aquel que se le atribuyó cuando se habló de lo que es y de lo que significa el Idealismo para Hegel. No se trata del sentido restrictivo que puede tener el término en la triada idea, naturaleza y espíritu que puede encontrarse en los manuales. En esta distinción entre naturaleza y espíritu, la idea hace referencia a la idea lógica, es decir, la estructura lógica de la realidad considerada como independiente y separada de la realización histórica y concreta, antes de que se “aliene” en la naturaleza y de que retorne a sí misma en las diversas formas del espíritu. Pero cuando se define el arte en los términos del aparecer sensible de la idea, ella toma el sentido de idea absoluta, y en este caso, ella coincide con el espíritu absoluto; ella es espíritu, y precisamente no en su carácter finito y parcial e incluso limitado, sino el espíritu universal infinito y absoluto, que determina desde sí mismo lo que es realmente verdadero[32]. Es decir, el espíritu que tiene a la naturaleza como si fuera otro distinto de sí mismo, pero también el espíritu tal y como se ha manifestado en la naturaleza a través de las distintas causas.

En este sentido, la idea también se distingue del concepto, el que por lo general, indica “una indeterminación y unilateralidad abstracta del pensamiento intelectual”[33]; es decir, la noción general y abstracta de una cosa, despojada de su carácter particular y concreto. Por el contrario, la idea es el concepto visto desde su existencia concreta, en toda su realidad; el concepto, en cuanto comprende todos estos caracteres, los que una abstracción intelectual pura, desprende de ella. En este sentido, el término comprender se refiere a su acepción más plena, es decir, la idea es la estructura lógica de la realidad en cuanto se realiza y retorna sobre sí misma; es el espíritu absoluto, entendido como mediación, que actúa en el propio devenir, siendo otro diferente de sí mismo, per a la vez reencontrándose; es decir, la identidad de identidad y no identidad.

Esta distinción, entre la identidad y el concepto, y el hecho de acentuar su identificación con el espíritu absoluto, debe tenerse en cuenta en el momento de hablar del arte, en Hegel, como manifestación sensible de la idea. A primera vista, esta distinción podría aparecer como algo banal y superfluo, en el sentido en que, el arte sería considerada desde el punto de vista del contenido; algo así como si el arte estuviera llamado a llevar a la representación cualquier contenido conceptual, como un concepto que se disfraza en formas sensibles y que tiene una finalidad didascálica o hedonista, etc. Ahora bien, lo que se manifiesta sensiblemente en el arte es la idea, es decir, el espíritu absoluto; ello quiere decir que no se trata de cualquier contenido conceptual, sino la vida total del espíritu humano en su forma suprema de autoconciencia. El arte, tal y como lo habíamos visto en el estudio sobre la Fenomenología del espíritu, tiene siempre detrás de sí la realidad total del espíritu; por ejemplo, es verdadera solo si se la considera en relación a una cierta situación del espíritu objetivo; para poder comprenderla, es necesario comprender también, su relación con la totalidad espiritual de la cual surge.

La distinción que se ha hecho entre idea y concepto se concretiza diciendo que la idea es “la unidad concreta de concepto y objetividad”[34]. Para que tal unidad se manifieste en las tres formas diversas de arte, religión y filosofía, es necesario tener presente que tal unidad de concepto y objetividad no significa indiferencia de ambos términos: “Esta unidad no se puede representar como una simple neutralización de concepto y realidad, de modo que ambos pierdan su peculiaridad y cualidad…. Al contrario, en esta unidad, dominante permanece el concepto”[35]. La unidad concreta de concepto y realidad consiste en la comprensión de la determinación real, que se da, desde y en el concepto: el concepto no consiste tanto en aquello que se ha concebido, sino en lo que abarca, comprende, aferra y concibe eso mismo las determinaciones. Podría decirse que, en este sentido activo, lo que se acaba de mencionar, es la idea. En la idea existe siempre un prevalecer de la subjetividad; el prevalecer del para-sí que comprende y media el en-sí. La idea, así entendida, es infinitud y libertad, dos determinaciones decisivas para la definición del arte, y sobre las cuales volveremos. La idea es infinita en cuanto que, siendo para-sí, que comprende y media el en-sí, ella no deja nada por fuera de sí que la pueda limitar; por esta misma razón, ella es plena y absoluta libertad, ya que en cuanto ella es mediación en acto, resuelve en sí misma todo cuanto parecía serle extraño y oponérsele como extraño.

En las formas del espíritu: arte, religión y filosofía se realiza, del modo más pleno, la subjetividad, la que se constituye en el fondo más verdadero de la realidad (véase el parágrafo 2 sobre el idealismo hegeliano). Que sean tres momentos, del espíritu absoluto, y no uno solo, se puede comprender cuando se piensa en la manera como la subjetividad se empadrona de la realidad, a través de un proceso cognoscitivo que es triple: primero, el sujeto toma posesión de lo real externo, en cuanto lo percibe de modo sensible, lo intuye; después se forma imágenes generales, lo representa; finalmente lo piensa en términos abstractos y universales, lo concibe. Estas tres formas del conocimiento son ordenadas jerárquicamente, en el sentido que, proceden siempre hacia una más completa interiorización; primero que todo, la intuición interioriza solamente alguna cosa que está presente físicamente ante nuestros sentidos; después, la imaginación representa una imagen estando ausente el objeto, pero siempre recurriendo a los recuerdos y a los materiales sensibles; finalmente, el concepto piensa el objeto, independientemente de su presencia externa y de las imágenes sensibles del mismo.

Aquello que hasta aquí hemos ejemplificado es solo una de las vías posibles para darse cuenta de cómo Hegel llega a teorizar los tres momentos del espíritu absoluto; una vía que, por lo demás, va unida, en general, a la triple partición del sistema; partición que se refiere a la distinción originaria del en-sí, para-sí, en-sí y para sí. El ejemplo del conocimiento, en sus varios momentos, aquí, se revela, particularmente útil, porque dominante en la idea es el momento de la subjetividad. La idea es la unidad de concepto y objetividad, siempre desde el punto de vista del concepto; es decir, desde el punto de vista la subjetividad que comprende (abraza, posee y media) la objetividad. Los momentos de la idea o del espíritu absoluto, son los momentos, a través de los cuales, la subjetividad se afirma como tal, en un proceso que avanza siempre hacia una más completa interiorización.

24. La idea de lo bello.

La primera parte de las Lecciones de estética (por brevedad usamos, de ahora en adelante, el título dado por los traductores: Estética) está dedicada a la idea de lo bello. Es decir, que lo bello debe entenderse como idea o más precisamente, como ideal. El término ideal, que es diferente al de idea, quiere decir que lo bello no es jamás una idea que se pueda pensar de modo meramente mental, sino que debe pensarse siempre como “idea en una forma determinada”[36].

Dada la definición general del arte y de lo bello, entendido como el aparecer sensible de la idea, es claro que, este aparecer, para que sea sensible, debe ser, necesariamente, una forma determinada; Hegel, para resaltar esta determinación, habla de ideal de lo bello.

El hecho de que Hegel hable allí de idea o ideal de lo bello, no debe entenderse en el sentido de que para él exista una especie de canon de la belleza, el que se pueda definir, de una vez, teniendo como base las obras de arte que se puedan valorar y juzgar. La idea de lo bello, no es una idea entre otras, un concepto que pueda definirse entre otros; podría decirse que un tratado teórico hace esto, es decir, distingue, por ejemplo, el arte de la religión y de la filosofía, y proporciona una cierta conceptualización tanto para el arte como para lo bello; sin embargo, este discurso, que elabora la Estética, es de orden filosófico, y no se identifica con ello la idea de lo bello, tal y como se manifiesta en el arte. Lo que se debe retener aquí es que, para Hegel, no existe una idea de lo bello (ya que hablar de una idea de lo bello o de lo bueno, etc., implicaría pensar la idea como un simple concepto abstracto); más bien, podría decirse que lo bello es el aparecer sensible de la idea (la idea absoluta). Según lo anterior, debemos tener claro que, cuando Hegel habla de idea o de ideal de lo bello, él solo pretende definir aquellos caracteres de la idea absoluta, en base a los cuales, ella se presenta, necesariamente, bajo la forma del aparecer sensible. La idea de lo bello equivale a decir: “belleza de la idea”; esto quiere decir que, el carácter por el cual, la idea, antes que darse bajo la forma de autoconciencia filosófica, se presenta en la forma del aspecto sensible del arte.

Ya habíamos señalado que, para Hegel, el carácter científico de la estética consiste en demostrar la necesidad de lo bello; esta necesidad se demuestra en la medida en que se demuestra que la idea absoluta no puede no manifestarse en la forma del aparecer sensible. Por otra parte, si lo que Hegel llama bello es el aparecer sensible de la idea absoluta, entonces, otro aspecto de su tarea consistirá en mostrar como los caracteres del aparecer sensible de la idea son aquellos que en la tradición filosófica y en la experiencia común, se atribuyen a la belleza. Frente al hecho de que falta este segundo aspecto del discurso, no sería justificado hablar de belleza a propósito del aparecer sensible de la idea y llamar estética esta parte de la filosofía.

El discurso que Hegel desarrolla en la primera parte de las Lecciones de estética es doble: por un lado, demuestra que lo bello es algo necesario, tanto para la idea como para su apareces sensible; por otro lado, necesita clarificar el hecho de que los caracteres que, comúnmente, y desde la tradición reflexiva sobre la estética, se le atribuían a lo bello, se resumen y encuentran su propio puesto y justificación sistemática propiamente como caracteres del aparecer sensible de la idea.

Es claro que este segundo aspecto de la argumentación hegeliana organiza y escoge algunos elementos y conceptos, que él tiene como decisivos, en la historia de la reflexión estética. Pero también es cierto que, de acuerdo al carácter general de su filosofía, la estética de Hegel se propone (y en gran parte alcanza a…) recoger y a “verificar”, es decir a fundar orgánica y sistemáticamente los resultados de toda la especulación precedente.

Los momentos de la estética precedente que, según Hegel, son decisivos para la formación de la idea de lo bello, se pueden resumir en tres: Kant, Schiller y el Romanticismo. Antes que ellos, Platón, que tiene como valor agregado, el hecho de ser un punto de referencia filosófico general; en el sentido que es el primero en haber indicado la idea, (aunque no le atribuye los caracteres de subjetividad que Hegel le asigna) como la verdadera realidad de todo ser. De modo particular, para la formación de la estética, Kant ha tenido una importancia decisiva, porque ha definido la esfera de la experiencia estética en términos de finalidad, de universalidad y de desinterés, tanto teórico como práctico. Gracias al desinterés, que caracteriza el juicio sobre lo bello, tal juicio “deja que lo dado externamente subsista libremente para sí y se origina en un placer que el objeto satisface por sí mismo”[37]. En síntesis, se puede decir que, en el desinterés, que Kant reconoce como característico del juicio estético, se perfila ya la conexión entre belleza y libertad, la que luego se convertirá en un elemento central en la propuesta hegeliana. Mientras que en Kant todo permanece planteado en un nivel puramente subjetivo, en este sentido puede decirse que es la actitud desinteresada del sujeto que hace aparecer el objeto “libremente” sin importar el tipo de objeto que se esté tratando; según esto, cualquier objeto, desde este punto de vista, puede ser contemplando estéticamente.

Schiller es el pensador que desarrollará la doctrina kantiana, de manera tan decisiva, que guiará a Hegel. Para este pensador, la libertad de lo bello no es solamente el desinterés que caracteriza la actitud del sujeto en la experiencia estética, sino que es la libertad del objeto mismo. Solamente los objetos que realizan este momento de espontaneidad y de libertad son los que pueden aparecer como bellos. Ello quiere decir que, cuando un objeto es bello, en él actúa, una unidad de lo particular y lo universal, de la necesidad y la libertad, de lo espiritual y lo natural. Solamente, si el objeto cumple esta condición, puede aparecer como libre; es libre aquello en lo que no se presenta una oposición entre un ser (particular) y un deber ser (universal). Sin embargo, entre ambos términos existe una armonía; aquello en lo cual las exigencias del espíritu (de la moral), se han constituido en inclinaciones naturales, por lo tanto, la conformidad que debe existir entre las distintas leyes no es constricción sino recuerdo espontáneo. Todos estos son conceptos que Schiller ha elaborado reflexionando críticamente sobre la moral y la estética de Kant, y que  para Hegel significan un paso decisivo hacia adelante en cuanto, concibiendo lo bello como unidad de universalidad y particularidad, preparan su definición de la belleza entendida como aparecer sensible de la idea[38].

Finalmente, otro momento decisivo en el desarrollo de la estética precedente, es aquel que se presentó desde la escuela romántica, y que se inspiraba en la propuesta filosófica de Fichte. Los románticos, sobre todo los hermanos Schlegel, que fundaron la revista que inauguró el primer movimiento romántico, el Athenäum, y más tarde Solger, son significativos en cuanto ellos han elaborado la ironía como principio del arte. La ironía es la actitud con la cual el yo se reconoce como la única realidad, y ve todas las otras cosas como si fueran su producto, como propias posiciones. “Lo que es, es solo obra del yo, y lo que es obra mía, igualmente el yo, de nuevo, lo puede negar”[39]. A esta concepción de la realidad, entendida como producto del yo, es necesario unir el concepto de la divina genialidad del artista, el que antes de producir obras de arte, hace de su propia vida una obra de arte. Ahora bien, Hegel juzga, de modo negativo, el significado que la ironía asume en el romanticismo, y esto se relaciona con su polémica filosófica contra Fichte, y aquello, que ante los ojos de Hegel aparece como el maligno, malvado (cattivo) infinito, es decir, el yo fichtiano que coloca y supera el otro desde sí. Todavía el concepto de ironía tiene, también, un sentido positivo, en cuanto, ilumina el carácter del arte como manifestación de la subjetividad. Aquello, a lo que trata de llegar, según Hegel, es a ver lo bello como “uno de los términos medios que anulan y conducen a la unidad, aquella oposición y contradicción, entre el espíritu en sí abstractamente fundado y la naturaleza”[40]; en otros términos, se trata de ver lo bello como un momento del espíritu absoluto.

Kant ha mostrado, desde el punto de vista subjetivo, la conexión existente entre belleza y libertad; Schiller la ha fundado objetivamente, concibiendo lo bello como unidad objetiva de universal y particular, naturaleza y espíritu. Finalmente, los romanticistas, con el concepto de ironía, nos conducen al hecho de reconocer que la unidad entre espíritu y naturaleza, que se realiza en el arte, es unidad desde el punto de vista de la subjetividad; la idea es unidad de concepto y objetividad, pero, como ya habíamos visto, en ella prevalece el concepto, el elemento subjetivo, la mediación.

25. Belleza y libertad.

Teniendo presentes estas referencias a la historia de la estética precedente, que son más numerosas y generales que aquellas que se acabaron de indicar, ya que comprenden, por ejemplo, también el uso, de parte de Hegel, de conceptos estéticos que se derivan de la tradición clásica, tales como unidad, regularidad, armonía, etc., que fueron elaborados, sobre todo, desde la estética antigua y medieval, veamos ahora, cuáles son los caracteres, que más precisamente, derivan lo bello, desde su propio ser, en cuanto aparecer sensible de la idea. Se trata más concretamente de determinar, pormenorizadamente, aquello que, con Hegel, habíamos llamado la idea de lo bello. Más adelante veremos la otra parte del discurso, aquella que se refiere a la “necesidad” de lo bello y del arte, teniendo presente que los dos momentos no son realmente divisibles sino distinguibles solo para tener claridad en la exposición.

En la belleza, en cuanto aparecer sensible de la idea, el objeto sensible es tomado, desde su existencia inmediata, y se convierte en “existencia y objetividad del concepto; es puesto como una realidad que lleva el concepto hacia la unidad con su objetividad, y en esta existencia objetiva, que vale solo como apariencia del concepto lleva a manifestación la idea misma”[41].

La objetividad, la existencia concreta y exterior de la obra de arte es radicalmente diferente a la objetividad de las cosas naturales: en la obra de arte, la objetividad hace su comparecencia, sin necesidad de que el concepto se manifieste; es decir, existe una coincidencia perfecta entre lo interno y lo externo, entre el concepto y la cosa misma. Esto se hace comprensible cuando se piensa que toda la historia de la estética está permeada por el conocimiento de la necesidad rigurosa que caracteriza a la obra de arte en comparación con las otras cosas que encontramos en el mundo: la obra de arte se distingue de los objetos de la experiencia común, pues ella revela una estructura orgánica, sin discontinuidad ni imperfecciones; de donde se infiere que disfrutar del arte consiste en darse cuenta de esta adecuación perfecta entre el ser y el deber-ser de la obra.

Cuando Hegel se refiere a la primera determinación de lo bello y este entendido como objetividad, que ha acontecido sin manifestaciones residuales del concepto, hace referencia a este carácter de estructura rigurosamente organizada presente en la experiencia estética concreta; la que por lo demás, se explica de diversas maneras por las teorías que tratan de explicar lo bello. Para él, la perfección y la necesidad, que distinguen a la obra de arte de las demás cosas que conforman la experiencia común, se explican y se fundan solo dándose cuenta que la obra arte consiste en el aparecer sensible de la idea; donde la idea consiste, precisamente, en la unidad rigurosa de concepto y objetividad, la plena mediación de toda exterioridad en la subjetividad del concepto. Sin esta fundación, el concepto de perfección y organicidad de la obra de arte, permanece como un carácter entre los otros, de la experiencia estética, exaltado, pero no realmente explicado desde la teoría.

El objeto es libre e infinito cuando la existencia exterior no es algo accidental ni meramente externo, sino que es la pura y simple manifestación de su concepto. Libertad e infinitud son los primeros elementos que se derivan inmediatamente del hecho de considerar la obra como existencia y objetividad del concepto. Infinita es la obra bella, en cuanto que, en ella, por cuanto se ha dicho, no existe -como en otras cosas- contraposición entre existencia exterior y concepto; es decir, entre lo que realmente es y lo que debe-ser: la obra de arte es lo que ha de ser. En ella no existe una exterioridad que se contraponga unilateralmente al concepto, ni un concepto que se contraponga, en cuanto no realizado, a la exterioridad.

El carácter infinito de la obra consiste en la perfecta compenetración de concepto y objetividad. Es necesario tener presente, para poder comprender el uso que Hegel le da al término infinito, que en esta compenetración perfecta de concepto y exterioridad se manifiesta la infinitud misma del espíritu absoluto, que es absoluta mediación y reducción de todo tipo de exterioridad a la subjetividad. Es verdadero el hecho de que la obra de arte es una cosa particular entre otras, en cuanto en ella se realiza la compenetración perfecta de concepto y de objetividad; ella manifiesta la esencia misma del espíritu absoluto, que es mediación de toda exterioridad, reducción de toda objetividad a manifestación de la idea. La obra de arte es infinita, tanto en el sentido restrictivo que se ha visto (es decir, en cuanto coincidencia de lo interno y lo externo), como en el sentido más amplio y general, es decir, en cuanto manifestación de la idea absoluta.

Al carácter infinito de la obra es necesario ligar el carácter de libertad de lo bello. La obra, en cierto sentido, se posee completamente en la medida en que la exterioridad de la misma, no es más que la manifestación objetiva del concepto; en este sentido, es necesario recordar cuanto se ha dicho acerca del significado hegeliano del concepto, el que no indica tanto lo que es concebido por la mente, sino “concibiente”[42]; es decir, la esencia de la cosa como activa mediación de sus propiedades exteriores; la cosa entendida como sujeto en el sentido más pleno del término.

En la obra de arte, el concepto es compacto en sí mismo ya que no tiene nada que ver con una exterioridad extraña y accidental respecto a sus propias exigencias. “El concepto no le permite, a la existencia externa de lo bello, seguir leyes propias por sí misma, sino que determina, desde sí misma, la articulación y la forma en que aparece, y las cuales como acuerdo del concepto consigo mismo, en su existencia, constituyen, por lo tanto, la esencia de lo bello”[43]

Esta coincidencia entre infinitud y libertad en lo bello pertenece tanto al objeto como al sujeto. En lo que tiene que ver con el sujeto, Hegel, retoma e integra a su perspectiva la doctrina kantiana del desinterés del juicio estético, bien sea en la relación teorética (cognoscitiva) o en lo práctico, el sujeto y el objeto no son realmente libres e infinitos. En la relación teorética, el sujeto se sitúa pasivamente frente al dato, lo ve como algo que se determina, de manera independiente, del sujeto; el cual solo tiene como función la de registrarlo. En la relación práctica, parece que el sujeto se sitúa libremente, ya que quiere imponer sus propios fines al objeto. Sin embargo, a partir de la resistencia que el objeto le opone al sujeto, puede verse como, en tal relación, el propio sujeto se encuentra limitado y condicionado por el objeto pensado como algo externo y autónomo, y contra el cual hay que luchar para poder alcanzar los resultados que se quieren alcanzar. La misma falta de libertad, en lo que respecta al objeto, puede verificarse en la relación teorética y práctica. En la relación teorética, el objeto es visto como independiente del sujeto, pero en tal relación el sujeto mira solo al concepto universal del sujeto, prescindiendo de sus características particulares y accidentales. El objeto es visto como dividido y escindido en dos partes contrapuestas, el concepto universal y las características particulares. Esta división equivale a la falta de libertad, ya que la exterioridad del objeto, en cuanto considerada como algo puramente accidental y externa al concepto, es “expuesta en relaciones infinitamente multilaterales, al surgir, mudar, sufrir violencia y desaparecer a causa de otros”[44]. En conclusión, es posible decir que el objeto en la relación teorética, en cuanto distinto en un concepto universal y en una particularidad exterior, puramente accidental, no es libre ni infinito. En la relación práctica la no libertad del objeto está presupuesta expresamente, en cuanto que el objeto es considerado como materia que se puede manipular según los fines del sujeto.

En la consideración estética, a su vez, el objeto es libre, según las razones que se han expuesto; también es libre el sujeto, ya que en él no se presenta más una contraposición entre las características particulares del objeto, que se puedan disolver, y el concepto universal que se pueda alcanzar a través de tal disolución. Una vez que cae la contraposición entre sensibilidad (a la cual se da el objeto en su existencia particular), y racionalidad, (a la cual se da el concepto universal), cae también la contraposición tanto en el sujeto como en el objeto. El sujeto, en la consideración estética, realiza la plena armonía de las facultades propias, y en ese sentido, puede decirse que el objeto es libre e infinito.

Toda esta elaboración de los conceptos de libertad e infinitud relacionados con lo bello es esencial para comprender la importancia que Hegel le atribuye a la belleza y al arte en la esfera del espíritu absoluto. Lo bello, junto a la religión y a la filosofía, al realizar estos caracteres de infinitud y de libertad, adquiere un puesto dentro de las formas del espíritu absoluto. La necesidad de lo bello, del cual veremos su fundamento dentro de poco, se justifica en base a la conexión entre belleza y libertad. La belleza es una forma necesaria del espíritu absoluto solo en cuanto ella realiza plenamente la libertad. Es más, teniendo presente este nexo que se establece entre lo bello y la libertad, se podrá ver también que, para Hegel, la necesidad del arte no consiste solamente en ser un momento pasajero que deba suprimir y superar la religión y la filosofía, sino que es una necesidad permanente, que obliga a reinterpretar el concepto de superación del arte, de parte de la filosofía, de un modo menos rígido.

En lo referente a las ideas propuestas por Schiller respecto a la relación que pueda establecerse entre belleza y libertad, es necesario tener presente que, a este respecto, Hegel da un paso decisivo. Este consiste en ver la libertad del sujeto y del objeto, ya no simplemente como correspondencia entre externo e interno, en lo que respecta al objeto, y en lo que respecta al sujeto, la armonía entre sensibilidad y racionalidad. Podría decirse que este fue el gran aporte de Schiller. Sin embargo, Hegel va más allá, en cuanto realiza una radicalización metafísica de la cuestión. Tal y como lo hemos visto, el objeto bello no solo es libre e infinito, también es infinita mediación de toda exterioridad ya que en él se da la plena correspondencia entre concepto y objetividad, que es la idea y el espíritu absoluto.

26. La necesidad (necessitá) del arte: la “necesidad” (bisogno) del espíritu absoluto[45].

El discurso anterior sobre las características de lo bello, y este entendido como infinitud y libertad, permanecería en un nivel puramente abstracto, (y como tal ha permanecido, en la estética precedente, según Hegel), si no se fundara en un nivel más profundo, en la demostración de la necesidad (necessitá) del arte; es decir, clarificando el valor esencial que reviste, para la idea, el hecho de aparecer sensiblemente en las obras de arte. Con este hecho, se aborda aquí, el punto central de la primera parte de la estética hegeliana, e incluso, más en general, un punto esencial de toda su propuesta filosófica, a partir del cual, tal filosofía puede ser repensada. Aquí nos limitaremos a indicar, junto a los datos esenciales para la comprensión del texto hegeliano, las notas de este posible discurso crítico general.

Tal discurso crítico general se puede resumir en un enunciado cuyo alcance se tratará de ilustrar en los tres parágrafos siguientes: la necesidad (necessitá) del arte es la necesidad (bisogno) de la existencia concreta de la libertad. En otros términos, puede decirse que la necesidad (necessitá) que la idea tiene de aparecer sensiblemente no es más que la necesidad de traducirse al nivel de la experiencia del hombre; esto hará posible que la vida del espíritu absoluto, entendido desde la religión y la filosofía, además de ser entendido como libertad plena, no se quede en algo meramente abstracto, sino que exista de manera sensible y real.

Para tener claridad sobre el asunto, es necesario decir que la demostración hegeliana de la necesidad (necessitá) del arte, puede articularse en dos momentos: principalmente, y en general, se trata de demostrar la necesidad (necessitá) del espíritu absoluto mismo (es decir de las tres formas del mismo: arte, religión y filosofía); después, en particular, se trata de ver en qué sentido el espíritu absoluto no puede no ser arte, es decir, el aparecer sensible de la idea.

La necesidad (bisogno) del espíritu absoluto coincide con la necesidad (bisogno) de la libertad. Como ahora lo sabemos, libertad significa para Hegel el reconocimiento de sí mismo en el otro desde sí mismo: el espíritu absoluto es libertad en cuanto reconoce todo lo real como “propio”, como propia articulación interna; la libertad es como sentirse en la propia casa; es como sentirse cercano a sí mismo, en el mundo; esto significa que se llega al final del miedo que se experimenta frente a lo que es extraño, en general podría decirse que todo esto coincide con la felicidad misma. Todo lo que es extraño para el sujeto se convierte en una barrera y en un límite contra el cual choca y se quebranta su libertad; por el contrario, para el sujeto, solo cuando se reconoce plenamente en lo que se le aparecía como algo extraño, entonces se convierte en alguien realmente libre. En este sentido podría decirse que cualquier necesidad (bisogno), es decir, cualquier insatisfacción que experimenta el sujeto frente a un límite, es necesidad (bisogno) de libertad. Toda la vida del hombre en el mundo, sus esfuerzos en el trabajo, en la organización de la vida social, en el pensamiento, etc., pueden verse como una manifestación de la necesidad (bisogno) de libertad. Esto puede verse como el esfuerzo por realizar el espíritu absoluto en cuanto tal, y como el intento por reconocerse en el otro, pero desde sí mismo. En esto consiste la existencia del hombre, tal y como lo ha enseñado el existencialismo del siglo diecinueve; el cual puede verse como un proyectarse, ya que el hombre está en el mundo, no como un ojo que contempla, sino como un agente práctico que organiza y modifica todo. Ahora, bien, todo proyectarse es un esfuerzo por realizar la subjetividad en la objetividad, es un esfuerzo por encontrarse a sí mismo pero realizado en el mundo, un esfuerzo por reconocerse a sí mismo en el otro, pero desde sí mismo. El esfuerzo por realizar una tarea se convierte en el esfuerzo por otorgar una realidad objetiva a cualquier cosa.

Para el sujeto, la carencia de realidad externa, no es la falta de algo accidental, como si el sujeto pudiese ser completo como sujeto para sí mismo, y después buscar la realización externa: “Esta carencia en lo subjetivo mismo y para lo mismo es una deficiencia y una negación en ello mismo que esto se empeña a su vez en negar. Es decir, que, en sí mismo según su concepto, el sujeto es lo total, no únicamente lo interno, sino así mismo también la negación de esto interno en lo externo y dentro de sí mismo”[46].

Esta carencia es superada, más o menos imperfectamente, de varios modos: en el conocimiento, en cuanto, ella, teniendo noción de las cosas, intenta suprimir el carácter extraño que tiene el mundo. En la acción práctica, en cuanto se esfuerza por conformar el mundo según sus proyectos. Y principalmente en todas las actividades elementales de la vida, tales como: la búsqueda de alimento, del vestido, y en la protección contra las hostilidades de la naturaleza. Todas estas satisfacciones, sea en el plano de las necesidades inmediatas o en el del conocimiento, aún sobre el de la acción, son siempre limitadas; ya que se trata de una libertad que es amenazada, en el sentido que nos alimentamos, pero después tenemos hambre; en el área del conocimiento, la solución de un problema acarrea siempre nuevos problemas; en la acción práctica sucede lo mismo. Algo similar acontece en el mundo del derecho, que es la organización concreta de la libertad en instituciones y leyes; la libertad se afirma siempre solo respecto a objetos singulares y a situaciones particulares, las que poco a poco van siendo reguladas y reglamentadas según la justicia; sin embargo, no puede darse jamás una sistematización definitiva de los problemas relacionados con la justicia; también el hecho de que las leyes sean definidas de una vez por todas, permanece solo como un hecho abstracto, la aplicación debe hacerse siempre de nuevo, los casos singulares se presentan siempre de nuevo: “Así el hombre siente también que los derechos y obligaciones en estos ámbitos s y modo mundano, e incluso finito, de ser-ahí no son suficientes; que en su objetividad, así como en su referencia al sujeto, precisan todavía de una verificación y de una sanción superiores”[47].

Nótese bien que el mundo del derecho, que Hegel ha colocado al final de la cita anterior, donde enumera los modos finitos, a partir de los cuales el hombre busca satisfacer su necesidad de libertad, constituye aquello que es el carácter objetivo del sistema, es decir, el momento precedente del espíritu absoluto.

Las formas del espíritu absoluto están propiamente destinadas a proveer este campo de una libertad ya no finita y limitada sino absoluta y total: “lo que a este respecto busca el hombre, enredado por todos lados en la finitud, es la región de una verdad superior, más sustancial, en la que todas las oposiciones y contradicciones de lo finito puedan encontrar su solución última y la libertad su plena satisfacción”[48].

27. La necesidad (bisogno) del arte.

¿Cómo satisfacen las formas del espíritu a esta necesidad (bisogno) de una razón más alta y sustancial? Como bien se sabe, la filosofía es la forma suprema del espíritu absoluto, por el contrario, la conciencia común experimenta continuamente nuevas contradicciones que ponen en peligro las realizaciones, que poco a poco, intenta alcanzar, tales como el surgimiento de una nueva hambre, nuevas necesidades, etc.



Pero la filosofía se introduce en medio de las determinaciones contradictorias, las reconoce según su concepto, es decir, como no absolutas en su unilateralidad, sino autodisolventes, y las pone en armonía y unidad que es la verdad. La terea de la filosofía es aprehender este concepto de la verdad. Ahora bien, la filosofía ciertamente reconoce el concepto en todo y únicamente es, por lo tanto, un pensar conceptual, verdadero; pero una cosa es el concepto, la verdad en sí, y otra la existencia que le corresponde o no (el subrayado es mío[49]). En la realidad efectiva infinita, las determinaciones que pertenecen a la verdad aparecen como algo recíprocamente externo; como una separación de lo que según su verdad es inseparable….ahora bien, el concepto contiene en efecto estos aspectos, si bien como conciliados; pero la existencia finita los separa entre sí y es por ello una realidad no conforme al concepto ni a la verdad[50]. De este modo, el concepto está, si, en todas partes, pero lo que importa es si el concepto deviene también según su verdad efectivamente real (el subrayado es mío)[51] en esta unidad[52].

He querido tomar totalmente, o casi, el extenso pasaje de Hegel porque en él se encuentra expresamente, del modo más claro, la fundación de la necesidad (necessitá) del arte. El espíritu absoluto, que en su forma suprema es la filosofía, supera las contradicciones de la finitud en cuanto las reconoce como provisorias, aparentes y pasajeras, puras articulaciones internas del espíritu. Pero esta superación en la filosofía sobreviene ahora solamente al nivel del pensamiento.

Es verdad que para Hegel este es el nivel supremo, por lo tanto, no es exacto decir que la superación es “solo ahora” al nivel del pensamiento. Digamos que, si las formas del espíritu absoluto se redujeran a la filosofía, la superación de las oposiciones se habría realizado exclusivamente al nivel del pensamiento. ¿Realmente esto sería posible? El arte y la religión no son solamente un paso hacia la filosofía, son condiciones para que ella pueda subsistir; pero en cuanto tales, jamás pueden ser verdaderamente superada, suprimidas, eliminadas. No pueden ser resueltas en la filosofía, es más, la filosofía existe en cuanto ellas le dan aquella existencia concreta que, por sí sola, no podría tener. Si y en qué términos, este discurso es válido también para la religión, así sea de manera distinta, es algo que aquí no se puede profundizar; ciertamente ello vale para el arte.

Por una parte, el espíritu absoluto es la acción de la libertad que necesita (bisogno) actuar, la que se manifiesta en todas las acciones humanas, y en ellas no encuentra satisfacción plena en cuanto siempre se sitúa en el ámbito de lo finito. La libertad plena es aquella que es asegurada desde la filosofía, en cuanto sabe que el espíritu absoluto es toda la realidad y que las oposiciones en las que se debate la conciencia finita son solo aparentes. La filosofía, y en general, las formas del espíritu absoluto, pueden representar esta satisfacción suprema de la necesidad (bisogno), también y, sobre todo, en cuanto actúan en la esfera ideal de la subjetividad que retorna hacia sí misma. En general podemos decir que, en la esfera del pensamiento o de la interioridad -piénsese en el carácter desinteresado del arte- a ella la coloca en el plano abstracto, -como algo opuesto a lo concreto de las necesidades vitales comunes-, donde está la filosofía.

Pero si este carácter abstracto es lo que caracteriza al espíritu absoluto y es el que le permite ser plena y definitivamente la necesidad (bisogno) de libertad e infinitud, entonces, advierte Hegel que, por este carácter absoluto, la conciliación tiene el peligro de convertirse en algo ilusorio. Justamente, este sentido ilusorio se convertirá en el punto polémico de aquellas posiciones poshegelianas, como el marxismo, que se esforzarán por realizar, pensando desde la filosofía y en un plano más concreto e histórico, dicha conciliación; justamente a esto se refieren tanto la revolución como el cambio en las relaciones entre las clases sociales.

Ahora bien, en la fundación de la necesidad del arte, Hegel, por lo menos así parece, manifiesta una preocupación análoga y remota, a aquella que suscita Marx: “el punto que interesa es que el concepto también es real”; es decir, que la libertad absoluta del espíritu, que la filosofía se limita a pensar, también se realiza de manera sensible, se puede encontrar en el “mundo externo”, es decir, que existe de modo fáctico. Si no se diera tal existencia, la filosofía misma no sería posible.

La relación entre arte y filosofía puede pensarse de manera análoga a aquella que se presenta entre espíritu objetivo y espíritu absoluto. Sobre este punto nos hemos detenido cuando hemos tratado las figuras fenomenológicas[53]. Las formas del espíritu absoluto no serían posibles si no existiera una sustancia espiritual que las sostuviera; es decir, si no actuaran de modo histórico, ya que ello representa su “verdad” -una religión, una forma de arte, una filosofía, son verdaderas solo si corresponden a un determinado espíritu y a un determinado mundo histórico sustancial. Validez que puede ser comprendida como existencia y como realidad-. Este tipo de cosas suceden en la relación que se presenta entre arte y filosofía; es cierto que la filosofía representa una forma “superior”, en el sentido que ella se convierte en un grado de subjetividad más profunda y más interiorizada; ella es una más completa resolución de toda exterioridad que se resuelve en la interioridad. Esta resolución, permanecería en un nivel abstracto, y, podríamos decir, en base a la analogía que se ha establecido más arriba, que no sería verdadera, si la libertad que actúa como interioridad pura, en la filosofía, no tuviera una existencia concreta y sensible en las obras de arte.

La cuestión que se le puede proponer a Hegel es si esta existencia sensible de la libertad, que se realiza en el mundo del arte, satisface realmente la exigencia de la existencia concreta de la libertad, que está a la base de esta demostración de la necesidad del arte y de lo bello. Se trata de una cuestión extremadamente general, y que está ligada, por un lado, al problema de la “muerte del arte”, es decir, la superación del arte, de parte de la filosofía y de su acontecer “inactual”; y, por otro lado, el problema del significado final e idealista, que pudiera tener el pensamiento hegeliano, solución contra la cual se han reaccionado la crítica del marxismo y del existencialismo.

Más específicamente se puede decir que el problema de lo bello, en cuanto existencia concreta de la libertad, -expresión, que como ya se ha visto, equivale al aparecer sensible de la idea- se presenta ante los ojos de Hegel como el intento por conciliar el carácter del arte desde su manifestación sensible, su concreción, su carácter físico y su encarnación objetiva en las obras de arte, las que tienen su determinación efectiva y particular; obras que poseen su idealidad necesaria, su ser, es decir, son una forma del espíritu absoluto, interior y subjetivo como la filosofía. Viendo bien las cosas, este problema, más profundamente, se relaciona con aquel otro que antes habíamos indicado, a saber, que el arte ocupa una posición intermedia entre la pura interioridad y espiritualidad de la filosofía, y la efectividad, puramente objetiva, del mundo externo. Para que sea posible la libertad interior de la subjetividad y que se opera en la filosofía es necesario también que la libertad tenga una existencia efectiva en el mundo de las obras de arte. Por otra parte, si esta existencia es realmente efectiva ¿En qué medida podrá ser verdadera libertad y verdadera infinitud como se requiere de las formas del espíritu absoluto? Se puede ver también que en la formulación de esta cuestión, que orienta a Hegel, en el desarrollo de su tratado sobre lo bello se presenta, en el fondo, otra cuestión, es decir, si el arte satisface verdaderamente la exigencia, en base a la cual se demuestra su necesidad (necessitá).

28. Lo bello natural.

Antes de tratar el problema de la determinación y el carácter ideal de lo bello, Hegel se detiene ahora en otra cuestión, la que nos servirá para profundizar el tema de la necesidad del arte; la cuestión a la que nos referimos es lo bello natural. Desde el punto de vista del esquema general de la obra, el tema de lo bello natural es presentado en el segundo capítulo de la primera parte, inmediatamente después del capítulo donde trata el tema sobre la idea de lo bello. En cuanto lo bello natural se presenta como la más inmediata realización de la idea de lo bello, es la primera realidad que se encuentra. A este segundo capítulo le seguirá el que se refiere a lo bello artístico, este será el modo de existir, ya no inmediato, sino “mediato”, en cuanto es producido por el hombre desde la idea de lo bello.

Si de manera general, definimos lo bello como el aparecer sensible de la idea, y si admitimos, como pretende Hegel, que el ser más profundo de toda realidad es la idea, entonces, el mundo natural, es decir, el de los objetos que encontramos ya presentes en el mundo, antes de que intervengan las manipulaciones humanas, este será un mundo bello. Si la naturaleza es real, ella solo es, en cuanto es manifestación sensible de la idea ¿Será la naturaleza, aquella, en la que se realiza mejor, y antes que nada, la definición de lo bello? La respuesta de Hegel a esta pregunta es, en términos generales, que la naturaleza es la manifestación sensible de la idea, de otra manera no existiría una realidad verdadera, pero es una manifestación imperfecta; sin embargo, la necesidad del arte surge de esta imperfección de lo bello natural, el cual se puede llamar, propiamente, bello.

Sin embargo ¿Dónde podemos buscar, en la naturaleza, la coincidencia plena entre lo interno y lo externo, que caracteriza lo bello como aparecer sensible de la idea? Esta coincidencia no se puede encontrar en la naturaleza inanimada, ya que esta no manifiesta un concepto que le sea interno, ella pertenece al orden cuyo concepto le es extraño –por ejemplo, las leyes científicas que se refieren al movimiento de los cuerpos celestes, estas son formulas pensadas por la mente del científico, pero no pertenecen al alma de aquellos cuerpos-; si pudiéramos buscar una forma de belleza en la naturaleza, habría que buscarla en los seres vivientes. En efecto, en estos, lo interno y lo externo, el concepto y la objetividad, no solamente están conectados de manera extrínseca, sino que en ellos el cuerpo es la existencia misma y concreta del alma. El alma, no solamente está conectada de modo extrínseco al cuerpo, sino que se realiza en él; se realiza del modo más propio articulándose como proceso -toda forma de realización de la vida es la articulación de las diferencias y es la mediación de las diferencias en la unidad: es identidad de la identidad y de la no identidad-. Podría decirse que el cuerpo es un organismo, en cuanto es proceso, ya que es la existencia objetiva de un alma viva, es decir, en él se presenta la diferenciación entre las partes, que se distinguen, pero también anula esta distinción, y de esta manera conforma un todo. Las partes de un organismo se pueden diferenciar entre ellas mismas, pero su realidad, su esencia consiste en suprimir esta distinción cuando están en función de la vida del todo: por ejemplo, cuando una mano es mutilada del cuerpo, ya no permanecerá solamente como una mano, sino que inmediatamente se disuelve en sus componentes; cuando se aísla, cesa de ser aquello que era “una mano mutilada pierde su subsistencia autónoma; no permanece como estaba en el organismo, su flexibilidad, su movimiento, figura, color, etc., se alteran; así entra en descomposición y toda su existencia se disuelve”[54]. “La vida se puede llamar un idealismo objetivo”[55] justamente porque tiene este carácter orgánico, en base al cual se presenta la articulación en las partes y la supresión de la individualidad de las partes mismas en la vida del todo. El término idealismo indica para Hegel el carácter de mediación que es propio de la realidad en su estructura más profunda; y es objetivo porque no se trata de una relación parte-todo, establecida solo desde nuestra consideración de las cosas, como en el caso del juicio teleológico kantiano, sino de un proceso propio de la cosa misma, de la vida como tal y en sí misma.

La vida parece realizar la definición de la belleza. Si es verdad que el proceso de articulación y de mediación, que caracteriza a la vida, es algo real, razón por la cual se puede hablar de un idealismo objetivo, también es cierto que el organismo natural no es bello sino para nosotros que lo contemplamos “Lo bello natural vivo no es ni bello para sí mismo ni por sí mismo producido como bello y por mor de la apariencia bella”[56]. Nosotros, por ejemplo, vemos el movimiento de los animales como algo que nos parece libre y autónomo, pero realmente la libertad y la autonomía nos las imaginamos nosotros mismos; lo que vemos es solo un movimiento, el cual es causado y producido por varios estímulos naturales -necesidades, instintos, etc.-; este movimiento no proviene realmente desde el interior del mismo animal. De la misma manera sucede que si vemos el cuerpo animal como algo organizado finalísticamente, es algo que nosotros pensamos intelectualmente, aunque el fin no es algo que se nos muestre en la forma y en el movimiento de los miembros; por el contrario, lo que vemos son los diversos miembros del cuerpo animal o incluso lo que vemos es la finalidad de los movimientos singulares encaminados a tareas u objetivos singulares y aislados; no vemos la vida del animal encaminada hacia un fin último e interno.

La correspondencia que se establece entre lo interno y lo externo en la vida del animal es algo imperfecto porque, la conexión entre las partes individuales y los movimientos singulares externos con su alma interna, no aparece sensiblemente, de modo inequívoco en tales formas y movimientos externos; sin embargo, todo esto, amerita una reflexión intelectual nuestra, a través de la cual nosotros relacionemos los dos términos. Se puede formular la cuestión diciendo que la vida del animal es ahora, solo en-sí y no realmente para-sí. La conexión entre alma y cuerpo no es algo que aparece sensiblemente, es algo que solo comprendemos mediante una reflexión. El alma del animal no es algo que se manifieste sensiblemente como algo externo; realmente, porque ella no puede ser para-sí, ella no puede ser sensiblemente para los otros[57]. La necesidad de una reflexión y de una conexión intelectual, por parte del observador, no indica, entiéndase bien, el carácter subjetivo de la belleza natural, antes bien, el hecho de que esta reflexión se presente indica una objetiva imperfección de lo bello natural; el alma del animal no puede hacerse visible para nosotros porque realmente no existe para-sí.

Todo lo que aquí se ha dicho sobre el animal y sobre la forma más inmediata de la vida natural, se hace extensible, en general, a la vida como hecho natural, bien sea a la vida animal, a la vida del hombre, -y este entendido como ser físico-, bien sea a la vida del hombre en cuanto ser espiritual finito, es decir, a aquellas formas del espíritu -tales como el espíritu subjetivo y el objetivo-, que ahora, no han alcanzado la libertad y la infinitud del espíritu absoluto. Para poder comprender   esta triple partición de la vida natural bella puede pensarse y tener como modelo algunos grados en la escala de la belleza que nos trae El Banquete de Platón: desde el amor por los cuerpos bellos, hasta el amor por las almas bellas y el amor por las bellas instituciones.

La imperfección que impide hablar de una verdadera y propia belleza animal, consiste en el hecho de que el interior no se traduce total y verdaderamente en el exterior, y esto se da porque no se presenta una claridad y determinación suficiente en el interior mismo. Este hecho hace que el observador deba realizar una reflexión para establecer dicha conexión. Hegel en el análisis más pormenorizado que dedica ahora a los defectos de lo bello natural -entendiendo este término en los tres grados que ya se han mencionado-, precisa y completa su discurso, agregando a aquella primera imperfección -lo interior como solo exterior- otros dos elementos que pueden ser considerados como una especificación de aquella: la dependencia y la limitación de la existencia particular inmediata.

Analizaremos brevemente las razones por las cuales se presenta esta imperfección en lo bello natural ya que de ello surgirá, con más claridad, la exigencia a la cual debe responder el arte, es decir, de este análisis debe surgir el porqué de la necesidad del arte para Hegel. Primero que todo analizaremos lo interno como solo interno.

Para el animal, como ya se ha visto, esto significa que la unidad de la vida no se manifiesta visiblemente en todos los miembros ni en los movimientos, hay algo que permanece y a lo cual podemos llegar a través de la reflexión: lo que vemos exteriormente en el animal no es la manifestación de la vida interior sino, por el contrario, una cubierta y un velo que la cubre, así funciona, por ejemplo el pelaje del animal, en cambio, en el hombre, entendido como ser viviente singular, tenemos ya un cierto grado donde se revela la vida interior a través de las formas exteriores -por ejemplo en la expresión del rostro-; sin embargo, permanecen una cantidad de apariencias externas accidentales y causales que no revelan sino que ocultan la vida, -todas las imperfecciones físicas-: “en el desollamiento de la piel, en los cortes, arrugas, poros, pelillos, vénulas”[58]. En los organismos espirituales, como por ejemplo en el Estado o las grandes empresas que hacen historia, lo interior, que no se convierte plenamente en lo exterior, está representado por el hecho de que el único fin que rige estas totalidades espirituales no está concretamente presente en su totalidad en cada uno de los individuos que las conforman; por esta razón, el fin al cual aspira la vida del Estado, y al cual colaboran todos los ciudadanos que lo conforman, no siempre está presente ni es deseado por cada uno de ellos; lo mismo debe decirse para todos aquellos que se comprometen con un gran hecho histórico -por ejemplo la revolución-; dicho hecho histórico, cuando es visto desde lo exterior, desde fuera, se ve como si fuera una totalidad, en cambio los individuos que en él han participado, lo han hecho por múltiples razones, teniendo en cuenta este o aquel aspecto que realmente no era esencial para dicho hecho histórico. Incluso, la individualidad espiritual de la persona, aunque sea, en sí misma, una totalidad reunida en sí misma “En su realidad efectiva inmediata aparece en la vida, en el hacer y el omitir, en el deseo y en los impulsos, solo fragmentariamente, aunque su carácter solo puede conocerse a partir de toda la serie de acciones, de su padecer. En esta serie, que constituye su realidad, el punto de unidad concentrado no es visible ni aprehensible como centro compendiante que todo lo abarca”[59].

A la primera causa de imperfección de lo bello natural, hay que ligar la segunda; aquella que habíamos definido como la dependencia en la existencia individual e inmediata. En este sentido es necesario decir que, en el caso de la vida individual no es posible hablar de libertad verdadera, porque lo interior no se compenetra totalmente, y sin residuos, con lo exterior; lo exterior de la vida singular e inmediata permanece sometido a una cantidad de influjos y atrapado en un conjunto de contingencias. El animal solamente necesita nutrirse y alimentarse continuamente, el hombre en cambio, ve resurgir permanentemente las necesidades que una y otra vez ha satisfecho. También en el mundo espiritual, es decir, en el mundo de las instituciones histórico-sociales, el hombre no es libre, ya que para poder vivir debe aceptar que puede convertirse en un medio para los otros, y a su vez, en muchos momentos, debe servirse de los otros. En otros términos, puede decirse que, él encuentra que su entorno está conformado por un conjunto de instituciones, leyes y costumbres de las cuales depende, que ya se han establecido con anterioridad a él y que no son manifestaciones puras de su interioridad. Todo esto impide que, también a este nivel, se pueda hablar de una verdadera belleza de la vida singular e individual.

La tercera causa de la imperfección de la belleza natural, y esta entendida como una vida singular, depende de la primera, es decir, de lo interior que no se manifiesta plenamente en lo exterior, por lo tanto, no se exterioriza plenamente. La exterioridad permanece como algo que depende del intrincado mundo de la causalidad y de las contingencias que se han enumerado anteriormente; y esto se debe no solamente al hecho de que falta una interiorización perfecta de lo interno, sino también porque la interioridad no la penetra y no la conforma en sí misma sin residuos; podría decirse que la exterioridad es limitada porque permanece en lo individual como un elemento particular; por esta razón, no se realiza plenamente lo universal. Podría aseverarse que cada animal no es más que un ejemplar de una especie, la cual, a su vez, no realiza la totalidad de la vida animal, sino solamente un aspecto de ella. El hombre, por su parte, no realiza en sí mismo la totalidad de la humanidad, es decir, el concepto de hombre, sino que, en él, la humanidad y el concepto de hombre se particularizan según los caracteres que ha heredado, además por la división del trabajo, que desempeña en él, solo tiene ciertas facultades en detrimento de otras -este era el elemento en la ruptura de la bella humanidad clásica, según las Cartas sobre la educación estética de Schiller, especialmente la sexta carta-.

Como puede verse, todas las imperfecciones de lo bello natural dependen del hecho fundamental de que entre lo interno y lo externo no se presenta una perfecta compenetración. Lo que realmente no se realiza es la definición de lo bello como manifestación y aparecer sensible de la idea. El desarrollo de los argumentos y ejemplos que Hegel elige, confirman todo cuanto se ha dicho anteriormente, lo cual podría resumirse diciendo que el arte, es para él, algo bien concreto, y además está ligado a la vida concreta del hombre. Las imperfecciones, limitaciones e insuficiencias por las cuales la vida natural y la histórica no pueden ser tildadas con el rótulo de bellas, y por lo tanto libres, son los caracteres mismos que caracterizan la finitud de la existencia y las razones por las cuales el hombre se encuentra a disgusto en el mundo. Estos elementos serán los que Marx, releyendo a Hegel, llamará aspectos de la alienación del hombre. Justamente, la necesidad del arte surge a partir de todos estos elementos; algo bien distinto a aquellas exigencias que exigen que el arte sea ornamentación o juego. Visto así el fenómeno del arte, aparecerá siempre como la exigencia para dar existencia real y concreta a la libertad. Teniendo en cuenta todo esto, el problema que se ha propuesto, a saber, que en general, las formas del espíritu absoluto, y en particular el arte, satisfacen, desde la propuesta hegeliana, la exigencia en base a la cual surgen y se justifican en su conjunto en la totalidad de la vida del espíritu; propiamente aquí es donde todos estos problemas adquieren todo su sentido.

29. La individualidad bella.

Hegel en el primer capítulo ha establecido las características que constituyen la idea de lo bello; en el segundo capítulo aclara la insuficiencia que puede encontrarse en lo bello natural; ahora en este tercer capítulo, se dedica al análisis de lo bello en cuanto se realiza en el arte. El elemento o el concepto que lo va a guiar a lo largo de este análisis es la definición de lo bello en cuanto aparecer sensible de la idea. Hegel en este tercer capítulo específicamente habla del ideal. Ya se había dicho que el ideal es la idea misma en cuanto se concretiza en un ente determinado; el arte es, por lo tanto, el campo de lo ideal, ya que es en este ámbito donde la idea se realiza y se manifiesta de modo sensible y a través de un ente determinado.

Respecto al tema del arte, el término idea asume una serie de significados, estos pueden resumirse en el concepto de idealización; en este sentido puede decirse que el arte realiza en sí mismo una purificación y una liberación de las imperfecciones y de los accidentes particulares. Esto se realiza en el arte porque lo bello no puede realizarse plenamente en la naturaleza. También está implicado, en este sentido, el concepto hegeliano de idealidad entendido como subjetividad, en cuanto que tal purificación realiza la subjetividad del artista. En el concepto de idealización se asumen todos los caracteres, a través de los cuales lo bello y el arte son manifestaciones de la libertad y de lo infinito en lo sensible. Idealización es la idea, en cuanto se compenetra en un determinado ente sensible. La idealización también representa una perfección tal que la naturaleza por sí misma no alcanza, y es obra del espíritu en cuanto libertad activa y productiva, en este sentido es compenetración perfecta y completa.

Cuando Hegel ha realizado el análisis de la belleza natural ha indicado la dirección que va a seguir cuando trate el tema del ideal de lo bello artístico. Según lo que se ha visto, si se puede hablar de lo bello natural, este debe ser tratado como la concreción de la belleza en los individuos vivos. Los individuos naturales -sean estos, el hombre entendido como ser viviente intramundano, los animales o la vida de aquellas grandes instituciones históricas-, han mostrado una cierta limitación o insuficiencia respecto a la noción de belleza; insuficiencia que se presenta no solo porque son individuos sino también porque jamás llegan a ser individualidades bellas. Sin embargo, si se debe hablar de la belleza y esta entendida como aparecer sensible de la idea, esta debe buscarse siempre en el ámbito de la individualidad. Según esto, es necesario tener presente que la idea para manifestarse sensiblemente necesita aparecer en una forma determinada, singular, delimitada y visible. Estas eran las razones que habían llevado a Hegel, en el capítulo anterior, a buscar lo bello en el mundo de los individuos vivientes. Ahora, en este capítulo, se tratará de hacer ver que el arte alcanza a producir aquella individualidad bella que no alcanza a realizarse en la naturaleza. Sin embargo, es necesario tener presente que no existe una belleza que no se concretice en lo individual, esto se da en virtud de la definición de lo bello.

Para Hegel, la individualidad no es la obra misma; la obra puede llegar a ser bella solo en cuanto en ella se manifiesta la idea, y esta a su vez, es entendida como libertad. Este tema ya lo habíamos estudiado cuando analizamos la diferencia que existe en la noción de libertad entre Schiller y Hegel. Según lo que ya se había dicho, para Schiller la libertad de lo bello tiene un carácter formal y se agota en la correspondencia que se da entre el contenido y la forma; Hegel por su parte, considera que esta correspondencia entre contenido y forma en la obra de arte es signo y manifestación de la más alta libertad del espíritu; la que se presenta en cuanto mediación que trata de resolver toda exterioridad en la interioridad. Como consecuencia de esta posición, es necesario concluir que el discurso hegeliano sobre la individualidad bella, y esta entendida como ideal del arte, no puede ser un discurso que gire alrededor de la obra de arte sino sobre el contenido de la obra. Un análisis que girase alrededor de la obra de arte solo tendría sentido si se pensase que su libertad e infinitud consiste en la adecuación de lo externo y lo interno. Pero realmente no importaría lo que sea lo interno ya que la obra de arte es bella, si dice plena y perfectamente, aquello que tiene para decir; a la larga, poco importa lo que sea lo interior, es decir, su contenido. La belleza consiste únicamente en el hecho de que la idea de la obra se manifieste plenamente en su exterioridad. Esta sería una idea que, genéricamente, se podría llamar formalista. Sin embargo, Hegel está lejos de asumir tal posición, ya que la obra de arte, en su perfección formal, debe coincidir con el aparecer sensible de la idea. Según lo anterior, el primer problema de lo bello artístico consiste en establecer cuáles contenidos debe tener la obra para que ella realmente se convierta en la expresión del aparecer sensible de la idea absoluta, y para que no sea la expresión de cualquier idea, de una noción o de un contenido espiritual, más o menos accidental o casual.

La individualidad bella es la del contenido; antes que la belleza misma de la obra, está su contenido; es más, es este quien determina que la obra realmente pueda ser una individualidad bella. En general podría decirse que para Hegel una belleza en la que se presente la correspondencia formal entre cualquier interioridad y la exterioridad no solo no es justificable filosóficamente como bella, sino que, de hecho, no es posible. La plena correspondencia entre lo interno y lo externo es posible solo en cuanto libertad, es decir, en cuanto no es casualidad ni es accidentalidad. En la medida en que el contenido llegue a ser casual, arbitrario y no bello, él mismo como manifestación de la idea absoluta, su exterioridad no podría manifestarlo plenamente; la exterioridad no podría poseerla plenamente ni resolverla en sí misma, es decir, no podría mediarla. Si se quiere, aquí se presenta lo que se veía en el caso de los animales, en los cuales, lo interno, propiamente porque no es plenamente para-sí, es decir, no es libre, tampoco puede ser para-los-otros, es decir, manifestar, sin residuos o sobrantes, la propia exterioridad.

El tema general que Hegel trata cuando estudia lo bello artístico es el contenido de la obra de arte. Tal contenido debe realizar los caracteres del ideal de lo bello. Lo bello, como ya se ha visto, puede ser algo individual; una compenetración individual de lo interno y lo externo, donde lo interno es la idea absoluta misma. De aquí se desprende el hecho de que no toda individualidad sea bella, sino solo aquella que es ideal, es decir, aquella en la que lo externo manifiesta la idea absoluta, y esta entendida como libertad.

Dado que la individualidad puede encontrarse ya en la naturaleza ¿Qué relación puede establecerse entre la individualidad bella, que debe constituir el contenido de la obra de arte, y la libertad, que, de hecho, existe en la naturaleza? Es claro que de ahora en adelante, la individualidad bella, de la que Hegel habla, no es otra distinta a la libertad del hombre. La individualidad animal, al faltar en ella la autoconciencia, es decir, el para-sí, no solo no es bella, en cuanto se da de hecho en la naturaleza -en este sentido no es bello ni siquiera el hombre-; es más, ella no cumple las condiciones para poder aparecer como bella en la obra idealizada del artista. El contenido del arte, por excelencia, es la individualidad del hombre, ya que esta permanece como algo bello desde la idealización, que allí realiza el hombre; en este sentido es muy importante resaltar que esto se presenta no porque Hegel quiera resaltar un antropocentrismo.

¿Qué relación puede establecerse entre la individualidad bella creada desde el arte y la individualidad natural que se encuentra en la vida común y ordinaria? Aquí, Hegel se encuentra con el antiguo problema del concepto de arte, y este entendido como imitación de la naturaleza. En base a cuanto se ha dicho en las páginas donde se ha tratado lo bello natural y sus limitaciones, es claro que no se podrá pensar que el arte deba imitar la naturaleza. Sin embargo, de hecho, la experiencia nos muestra que existen géneros artísticos, y dentro de ellos existen estilos particulares que nos muestran imitaciones fieles de la naturaleza, por ejemplo, la pintura holandesa del siglo XVI, la que Hegel tiene en mente cuando habla de esto; esta pintura parece mostrar su propia excelencia propiamente desde la fidelidad minuciosa con que se reproduce lo real incluso en sus aspectos más banales y cotidianos. Hegel muestra aquí, en unas cuantas páginas magistrales, incluso recurriendo al punto de vista de la historia del arte, que esta minuciosa reproducción de los aspectos cotidianos de la naturaleza  y de la vida burgués, es el resultado de una elección precisa que corresponde a una determinada espiritualidad; en este sentido puede aseverarse que los holandeses, en las luchas por la libertad religiosa, y en sus esfuerzos por quitarle tierra al mar, han desarrollado una gran conciencia del valor de lo cotidiano; esto es lo que han pretendido mostrar en su pintura. Para Hegel esto muestra que cuando el arte intenta imitar a la naturaleza, tal y como ella es, también en este hecho se realiza una idealización; podría decirse que se toma lo cotidiano, trata de recrearlo dándole un sentido, este a su vez se deriva de una experiencia espiritual y cultural determinada. Lo mismo sucede cuando un pintor elige un modelo, se presenta, en este caso, un fenómeno análogo, ya que el pintor se limita a copiarlo de una manera más o menos fiel; lo que importa es que el modelo, la realidad ha sido escogida, seleccionada y ha pasado por un proceso de idealización. Esta idealización, puede incluso llegar a abordar formas, que como en el retrato, parecen meramente reproductivas. En el caso del retrato, el personaje que se elige, para Hegel es siempre “embellecido” aunque realmente esto no suceda. Podría aseverarse que quien hace el retrato se preocupa por hacerlo de tal manera que sea lo más fiel que se pueda con el personaje; quien realiza el retrato elige las características que mejor lo definen y deja de lado otras características que llevarían a confusión su obra.

Aquello que hay que tener presente es que la individualidad bella, en cuanto se concretiza en formas visibles, está relacionada con la individualidad que el mundo, de modo natural, nos ofrece; también hay que retener que este proceso es producto de una idealización; este término resume todos los sentidos que antes se habían indicado; sentidos que se pueden orientar hacia el concepto de libertad e infinitud.

30. La individualidad bella en la acción: la condición universal del mundo.

Aquello que se ha dicho sobre la relación de la individualidad bella con la naturaleza no es suficiente para definir, de manera positiva, el carácter de aquella; en este caso, hasta ahora, se ha procurado una definición negativa de la misma, ya que Hegel se limita a establecer que el ideal de lo bello no puede ser tomado de una imitación de la naturaleza; por lo tanto, el problema que permanece abierto es cómo deba determinarse positivamente. Para poder determinar positivamente ese ideal es necesario tener en cuenta dos aspectos, primero, el ideal se determina como tal en sí mismo; segundo, el ideal se determina en relación a la exterioridad. Comenzaremos a ver el primer aspecto, pero teniendo en cuenta que la diferencia entre ellos y la determinación exterior resultará clara solo cuando hayamos visto este último aspecto.

Lo bello, como contenido del arte, puede ser solo la individualidad bella; se tratará de ver como ella adquiere consistencia, como se configura y como se despliega; se tratará de ver como la individualidad bella deberá aparecer en la obra, para que esta pueda tener aquella concreción que se requiere del hecho de que la idea deba aparecer sensiblemente para ella. El concepto de acción es fundamental para dilucidar esta cuestión. Según esto, es necesario tener presente que la individualidad en general, y la bella individualidad en particular, se determina solo en la acción -esto se da porque ella tiene necesidad de que sea determinada y definida, ya que lo aproximativo y lo imperfecto sería lo contrario a lo bello; en ella se debe dar una perfecta correspondencia entre lo interno y lo externo, el concepto y la objetividad-. Este hecho se puede comprender, incluso, en el nivel de la mentalidad común ya que una personalidad se reconoce por aquello que hace; desde un nivel más profundo podría decirse que la personalidad de cada uno es el resultado de un proceso de interiorización que se presenta entre el yo y el mundo; el resultado de las experiencias, de las acciones, de los desafíos y de los sucesos, etc. Como se ha visto, en Hegel, esto se convierte en un principio general de toda su filosofía; según esto, verdadero es aquello que es concreto; pero lo concreto jamás es algo inmediato, sino que es el resultado de un proceso de diferenciación y de recuperación de la unidad; en otros términos podría decirse que es la identidad de la identidad y de la no identidad al mismo tiempo. Todo esto es válido inclusive en el momento de determinar la individualidad bella. El contenido de una obra de arte debe ser una individualidad bella, dicha individualidad solo se determina en la acción. Según esto, es necesario definir la acción a través de la cual la individualidad bella se determina; evidentemente, no se trata de una acción particular sino de los caracteres de la acción en general.

El primer elemento necesario para definir las características de la acción consiste en un ámbito general dentro del cual se realiza la acción. Para poder determinar los caracteres generales de un determinado tipo de acción es necesario definir el ambiente dentro del cual sucede esa acción; el ambiente dentro del cual sucede la acción es el mundo mismo. Sin embargo, el mundo no es un concepto general, abstracto y siempre igual; podría decirse que no existe el mundo, sino que existen los diversos mundos históricos; los caracteres que conforman estos mundos históricos ya lo hemos visto cuando estudiamos la parte dedicada a la Fenomenología del espíritu, a través de las diferentes configuraciones del espíritu objetivo. También es necesario tener presente que una bella individualidad no se despliega en cualquier tipo de acción, no se despliega en cualquier mundo histórico, tampoco en cualquier configuración posible del espíritu objetivo. Por esto, el primer problema que debe ser resuelto es definir cuál es la condición universal del mundo, que sea presupuesta desde la acción, en la que puede madurar la individualidad bella.

Según lo dicho anteriormente, el libro de las Lecciones de estética retoma y desarrolla temas que ya se habían encontrado en el texto de la Fenomenología del espíritu. La condición del mundo en la cual puede madurar la individualidad bella es aquella que en la Fenomenología del espíritu era la época de la religión artística; es decir, el momento que allá se llamaba el espíritu verdadero –es necesario recordar que verdadero quería decir efectual, realizado, plenamente manifestado, lo que aquí, en las Lecciones de estética, es la correspondencia plena entre lo interno y lo externo que caracteriza al ideal-, y que es llamada la época heroica.

¿Cuál es el carácter de la situación del espíritu verdadero que tiene una importancia esencial desde el punto de vista de la individualidad bella? Porque la individualidad bella es la armonía perfecta entre lo interno y lo externo, según esto, es necesario que en ella la libre elección de lo individual no se convierta en un conflicto con la objetividad del espíritu, es decir, con el mundo de las instituciones políticas y sociales, con las leyes y las costumbres, en definitiva, con todo aquello que, como se ha visto, Hegel llamaba la sustancia. Como se recordará, el carácter esencial del espíritu verdadero es la unidad de lo individual y singular con la sustancia; es decir, el hecho de que lo singular y lo individual reconociese espontáneamente, y no por un análisis reflexivo, las leyes y las costumbres de la comunidad y estas entendidas como leyes propias. No existe, ahora, una objetividad de la sustancia separada y contrapuesta al individuo, y respecto al cual el individuo se siente solo y como algo subordinado o accidental. Podría decirse que esta condición es propia del Estado de derecho; allá donde todos somos ciudadanos con igualdad de derechos y deberes; sin embargo, este rasgo de ciudadanía no coincide con nuestra verdadera esencia de individuos; es más, la individualidad particular, lo que cada uno de nosotros es inmediatamente se convierte en algo accidental, que debe ser puesto aparte, supeditado a un segundo plano, superado y olvidado cuando es puesto en función de la universalidad de la ley “Una tal circunstancia presupone la escisión dada entre las universalidades del entendimiento legislador y la vitalidad inmediata…no depende de la voluntad de los individuos que la justicia y el derecho valgan más o menos; estos valen en sí y por sí, sea que los individuos lo quieran o no”[60].

Según lo dicho anteriormente se comprende el hecho del por qué Hegel llame aquí, la época del espíritu verdadero a la época heroica. En el mundo del derecho abstracto, en el cual se presenta una separación entre la vida inmediata y la universalidad de la ley, en este mundo no existen héroes; existen personas que intentan adecuar su existencia propia a la ley; ésta a su vez, establece su propia validez en sí misma y por sí misma; cada individuo que observe o no la validez de la ley es siempre accidental y accesorio. Esto coincide con la propuesta kantiana ya que podría decirse que, en cuanto individuos, no existen individuos legisladores, ya que la razón, en cuanto legisladora, es igual para todos –donde Kant ve la razón, Hegel ve el intelecto-, podría decirse que, en este caso, la razón –el intelecto- es impersonal. Sin embargo, el héroe y este entendido como individuo legislador que es ley para sí mismo y para los demás, puede nacer solo en una situación en la cual no se presente una escisión entre la vida inmediata y la sustancia universal, es decir, el espíritu objetivo, en el cual ella sea “Aquella unidad en que todo lo sustancial y esencial de la eticidad y la justicia no ha obtenido realidad efectiva más que en los individuos como sentimiento y actitud y únicamente por medio de estos es administrado”[61]. En el caso según el cual el héroe es un individuo único y singular entre otros individuos, no lo hace exento del hecho de que pueda, como individuo único y singular actuar y legislar universalmente; se supone, además, que ahora, no se haya presentado la escisión entre el individuo, en cuanto individual, particular y accidental, y la universalidad abstracta del intelecto –la razón según Kant-. El héroe es el individuo que es ley para sí mismo, y esto puede darse sin entra en contradicción con la universalidad de la ley, en una situación tal como aquella del espíritu verdadero presentado en la Fenomenología del espíritu.

El individuo, en esta conexión inmediata con la sustancia espiritual, se encuentra en una unidad con todos los otros organismos de los cuales hace parte; solo de esta manera se hace claro porqué, en la época heroica, cada uno se hace participe, por ejemplo, de las culpas de sus antepasados y del destino de su familia. Incluso, ahora se hace comprensible porqué el concepto de responsabilidad individual, que desde nuestra perspectiva se hace incomprensible; en este sentido, puede decirse que el héroe, entendido como un ser que se encuentra en una unidad inmediata con los otros seres de los que hace parte -por ejemplo la familia-, debe responder por todas sus acciones y las consecuencias que ellas acarrean; incluso cuando ellas lleguen a tener un alcance y un significado que él no había previsto conscientemente.

Hegel, a través de todos estos caracteres, define una especie de condición humana ideal, la habitual condición de la cultura griega clásica, deseada por el Clasicismo y el Romanticismo. La condición actual de nuestro mundo se encuentra en una situación prosaica respecto a la condición heroica. Podría decirse que, nuestro mundo -que es un eco de Schiller-, no puede nacer de una bella individualidad sobre todo en el sentido de que ha “muerto”, es decir, es inactual y no es más verdadera. Un mundo prosaico, en el cual se presenta una escisión entre individuo y universal, y una desarmonía entre lo interno y lo externo, entre la idea y su manifestación, etc., no puede encontrar una expresión adecuada en la individualidad bella, además porque la bella individualidad no puede nacer en él. Y quien piensa que el carácter inactual del arte, la muerte del arte, en nuestro mundo se derive del hecho de que nosotros hemos “superado” la condición infantil o adolescensial, en la cual el espíritu se puede alegrar, es decir, que la condición prosaica sea superior a aquella heroica-poética, lea pasajes como este: “Esto parece duro, pero el responder por-sí y la autonomía subjetiva que con ello se obtiene no son por otra parte sino la autonomía abstracta de la persona (aquella que la persona obtiene en el Estado de derecho, en la actual condición prosaica), mientras que, frente a ello, la individualidad heroica es más ideal, pues en no se contenta con libertad y la infinitud formales, sino que permanece encerrada en constante identidad inmediata con tolo lo sustancial de las relaciones espirituales que lleva a realidad efectiva viva”[62]. La condición heroica no es algo que hayamos dejado atrás por destinos superiores o más convenientes a nuestra dignidad de seres espirituales “pero no abandonamos, ni nunca podemos hacerlo, el interés y la necesidad de una tal totalidad individual y autonomía viva efectivamente reales, por mucho que podamos reconocer como provechosos y racionales la esencialidad y el desarrollo de las circunstancias en la vida ciudadana y política civilizada”[63].

31. Situación y acción.

La bella individualidad, en la condición universal del mundo caracterizada como heroica, se determina mediante la acción que surge como un esfuerzo por resolver un conflicto determinado en una cierta situación. Esta situación, a la que Hegel le dedica un tratamiento especial, relaciona la condición universal del mundo con la acción en sentido propio y verdadero; se trata de un determinado conflicto particular que se determina en el mundo. Las acciones concretas e individuales se desarrollan cuando entran en relación tales conflictos y situaciones. Que la situación deba ser algo necesariamente conflictivo es algo que se puede deducir de cuanto se ha dicho acerca de que la individualidad se define solo a partir de la acción; esta consiste en el esfuerzo que se realiza para resolver un problema, desde una situación de conflicto o desagrado. Sin embargo, puede plantearse la pregunta acerca de ¿Cómo pueden surgir conflictos en la condición o situación heroica sabiendo que, a partir de la unidad inmediata del individuo con la sustancia, parecería que esto no fuera posible? Para clarificar esta cuestión es necesario no confundir la condición heroica con la inmovilidad. Es más, podría decirse que los conflictos nacen más propiamente en la época heroica que en la prosaica. En esta, en efecto, el individuo se encuentra en unidad inmediata con la sustancia; sin embargo, el carácter inmediato de esta relación hace que ello se realice necesariamente bajo la forma de lo accidental. Debe recordarse que en la Fenomenología del espíritu, Antígona y Creonte se encontraban para ser portadores de dos leyes diversas solo en virtud de ser hombre y mujer; las leyes que ellos llevaban eran articulaciones esenciales de la sustancia espiritual, el conflicto frente al cual se encontraban se refería no solo a ellos, en cuanto individuos, sino que tenía un alcance universal. De esta manera podría decirse que, en general, la situación en la que actúa la bella individualidad implica una unidad inmediata con la sustancia, y tal unidad, en cuanto inmediata, comporta algunos caracteres accidentales. Lo verdaderamente importante en la constitución de la condición heroica no es tanto el hecho de que no surjan conflictos, sino que estos tengan alcance universal, sean significativos universalmente, que sean conflictos de la sustancia misma. En la condición prosaica, los conflictos no tienen jamás un alcance universal, estos están separados del individuo y corren por su propia cuenta; en el drama burgués no está en juego lo universal, solamente está en juego el destino de este o aquel individuo, el que es absolutamente indiferente desde el punto de vista de la ley de la razón, la que, a pesar de como vayan las cosas, permanece intacta. Podría decirse que la condición del mundo heroico no solo excluye el conflicto constitutivo de la acción, sino que solo bajo esas condiciones, el conflicto es verdadero y sustancial.

El hecho de que el conflicto, aun cuando se ha fundado sobre el ser inmediato de los individuos y aun cuando aparece bajo la forma de la accidentalidad, y el hecho de que exprese articulaciones esenciales dentro de la sustancia espiritual, ello implica una serie de consecuencias para los caracteres de la acción. La bella individualidad se define a través de la acción, es esta la que constituye el contenido del arte, y en ella están necesariamente en juego las potencias universales, como las llama Hegel, los intereses de alcance humano general; podría decirse que no se trata cuestiones o de problemas particulares. Prácticamente esto quiere decir que los contenidos del arte no pueden ser otros que los grandes temas éticos -la familia, el Estado, la justicia, etc.- Por otra parte, porque aquí nos encontramos en el campo del arte y no de la reflexión filosófica, el individuo no puede relacionarse con ellos de modo mediato, es decir, reflexivamente, sino en una relación inmediata. Los grandes intereses éticos, si no están presentes en el individuo, en cuanto hace de ellos objeto de una adhesión razonada -lo que supone la escisión entre individuo y universal-, entonces están en él como pathos. Este es un término que Hegel ya había utilizado en la Fenomenología del espíritu para indicar, con él el hecho según el cual el modo en que los contenidos universales se hacen presentes inmediatamente en el hombre -es decir, se hacen presentes sin una mediación intelectual-. La individualidad bella está caracterizada por un pathos: se trata de una pasión, de un “padecer”, porque es una presencia inmediata, de la cual el individuo no ha tomado posesión mediante la reflexión. Cuando Hegel utiliza el concepto pathos no hace referencia a una visión sentimentalista o emocional del arte, sino que, desde su punto de vista, en este concepto se explican y colocan, en su justo lugar, aquellos nexos que la mentalidad común y la tradición estética ven entre el arte y el sentimiento. El hecho de que el arte recurra al sentimiento, suponiendo que así traduzcamos libremente pathos, tiene sentido en cuanto este es un modo de ser que está presente en el hombre de modo inmediato a través de las potencias universales, de los interese sociales y de los grandes temas éticos. Incluso veremos que el pathos propiamente tendrá una función decisiva en la relación de la obra de arte con el público.

Potencias universales y pathos representan los dos grandes componentes del carácter. Las primeras son, en cierto sentido, el extremo objetivo, el aspecto universal considerado en sí, y se configuran también como los dioses -si se piensa en tragedia griega-; el segundo representa el aspecto subjetivo, el reflejo de las potencias universales en el ánimo del individuo. Ambos aspectos deben conformar una síntesis concreta y viva en la personalidad actuante, propiamente en el carácter. He aquí como Hegel mismo resume el movimiento descrito: “Hemos partido de las potencias universales, sustanciales de la acción. Ellas son necesarias, para efectuarse, la individualidad humana, en que aparecen como pathos que mueve. Pero lo universal de aquellas potencias debe recogerse en sí mismo en los individuos particulares, desde la totalidad y la singularidad. Esta totalidad es el hombre en su espiritualidad concreta y la subjetividad de esta, la individualidad humana total como carácter. Los dioses devienen en el pathos humano, y el pathos en una actividad concreta es el carácter humano”[64].

32. El ideal y su exterioridad. El material sensible.

Todo cuanto se ha dicho acerca de la condición universal del mundo y de la determinación de la acción, todo esto sirve para definir aquello que podemos llamar la determinación interna del ideal en cuanto tal, la determinación interna del ideal en sí mismo. Como ya se había indicado, el ideal también debe determinarse exteriormente. Esta necesidad para determinar exteriormente el ideal se deriva de la esencia del arte, y esta a su vez, entendida como el aparecer sensible de la idea. Es este hecho el que permite que el ideal se pueda determinar completamente solo en relación con la exterioridad. Debe tenerse presente que tal forma de relación con la exterioridad ya se podía considerar en aquello que habíamos encontrado en la parte anterior, cuando se habló sobre la condición del mundo y sobre la situación. Aunque allá la personalidad se encontraba en relación con algo diferente a sí misma. Sin embargo, esto no constituye un impedimento porque la esencia de lo bello propiamente consiste en ser siempre compenetración de una objetividad; donde se presenta la bello encontramos necesariamente una relación entre lo interno y lo externo, incluso en el momento en que queramos definirlo en su más puro en-sí. Es más, si se quiere, se trata de diversos grados de exterioridad. Aquello que Hegel llama determinación exterior del ideal presupone la determinación del ideal en-sí ya acontecido, hecho este que se había visto cuando se trató el tema de la acción; como el ideal y la bella individualidad, ya se habían definido y determinado, ahora deben relacionarse con otras exterioridades, la que debe compenetrar y mediar en-sí.

La relación del ideal con la exterioridad es de varios tipos, entendiendo por ideal la individualidad que es el contenido del arte. Sobre todo -y aquí seguimos el orden de la subdivisión propuesta por Hegel-, el ideal, entendido como contenido del arte, en cuanto se concretiza en las obras de arte singulares y determinadas, tiene relación con determinados materiales sensibles dentro de los cuales se realizan las obras. Pero -y este aspecto se convierte en algo muy difícil de distinguir de aquello que se ha dicho antes sobre la condición del mundo y la situación-, la misma individualidad bella, que es el contenido del arte, tiene, al nivel del contenido, una determinación exterior; el héroe, que es el contenido de la obra, tiene una serie de relaciones con el mundo natural e histórico, aunque también esto se convierte en un tipo de relación del ideal con la exterioridad. En definitiva, la obra de arte como tal, tiene ahora, a su vez, una relación con la exterioridad, la que consiste en insertarse en un mundo determinado, encontrar un cierto público. Como puede verse, existe una especie de camino que va desde una primera exterioridad, aquella que se manifiesta en el contenido, es decir la bella individualidad; una segunda exterioridad que es la materia prima dentro de la cual el contenido se debe manifestar, es decir, el carácter físico de la obra, y una tercera exterioridad que es el público que se sitúa frente a la obra ya completa y existente en sí misma.

Todos estos nexos se pueden resumir bajo la denominación común de relaciones entre el ideal y el mundo; en esta determinación el término mundo indica el ámbito dentro del cual la individualidad bella se concretiza; ella debe unificarse consigo misma, ella debe mediar para que pueda realizarse propiamente como bella; primeramente, el mundo hace referencia a lo natural y a lo histórico, dentro de este vive el héroe de la obra; después el concepto alude a la materia física dentro del cual el contenido toma o adquiere existencia; luego el mundo histórico, al cual y en el cual, la obra, como algo ya concreto y existente se dirige y habla. Para que la belleza se dé o se haga presente es necesario que todas estas articulaciones tengan una compenetración perfecta desde lo externo hacia lo interno. Es decir, que lo interno -respectivamente la bella individualidad del héroe, el contenido de la obra como tal- medie y se resuelva en plena unidad consigo mismo lo externo -respectivamente el mundo del héroe y el material sensible, el público-.

La primera relación que Hegel examina, es, como se ha dicho, la del contenido con su exterioridad abstracta, es decir, con el material sensible. Dicho material se ha designado como exterioridad abstracta porque, en el análisis, la materia es considerada en-sí, por hipótesis, independiente del contenido. Con esto se pretende ver qué sucede con la materia prima cuando se produce el encuentro con el contenido artístico; qué modificaciones experimenta la materia como tal cuando se convierte en obra de arte: cuando tales modificaciones son estudiadas de forma general y no en relación a contenidos específicos, cuando consideramos la categoría materia, de manera general, entonces nos encontramos en un plano abstracto.

Las modificaciones que la materia sensible experimenta cuando se convierte en obra de arte, todas se pueden resumir bajo los caracteres de la regularidad, la simetría, la armonía y la unidad. Como puede verse, de manera inmediata, se trata de una serie de conceptos que han tenido gran popularidad en la reflexión sobre el arte -piénsese, por ejemplo, en el concepto de proporción-, conceptos que se ponen de moda cuando se afirma una visión formalista del arte -muchos teóricos del arte abstracto, propias de nuestro siglo, utilizan conceptos de este género-. Para Hegel, estos caracteres de regularidad y de armonía formal de la materia, que no constituyen la esencia del arte, representan solo una condición marginal. Es cierto que la materia sensible, en cuanto se convierte en materia del arte, asume estas características externas de regularidad, unidad, etc., pero la fruición de la obra, lejos de reducirse al disfrute de tales determinaciones materiales, las coloca inmediatamente en un segundo plano; es más, en cuanto el arte realiza su verdadera esencia tanto más marginales se hacen dichas determinaciones. De esa manera, podría decirse que la regularidad del material sensible tiene un carácter central solo en el arte más abstracta de todas, es decir, la arquitectura. Esta tiene un carácter abstracto en cuanto que, sus obras no son verdaderamente autónomas, sino que sirven solo de ambiente dentro del cual la vida y las otras obras adquieren consistencia; por ejemplo, y este es, según Hegel, el origen mismo de la arquitectura, esta construye el templo, pero este solo sirve de marco ambiental que contiene la estatua del dios. La arquitectura es ese tipo de arte que no debe atraer la atención hacia sí misma, sino que debe encuadrar, enmarcar, en cierto sentido, las obras de las otras artes. Características como la simetría, la regularidad, la armonía, etc., son de este tipo, ya que no deben atraer la atención sobre ellas mismos; ellas solo son condiciones negativas, necesarias, pero no suficientes, para que el arte viva.

Esto puede verse de manera especial en las artes superiores, tales como la música y la poesía. También es verdad que en ellas el material sensible contiene caracteres de regularidad, de simetría y de armonía, pero el sentido de la poesía y de la música no se encuentra en tales regularidades formales; ninguno piensa que la esencia de la poesía sea la métrica, la rima, etc. La regularidad y la unidad formal del material tiene, en estos casos, solo la función de realizar la separación inicial del material sensible -del cual se sirve el arte- de los nexos vitales usuales. La rima y la métrica, por ejemplo, sirven para separar el lenguaje poético del lenguaje ordinario, es decir, sirven para producir la idealización inicial de la materia, idealización indispensable para que en ella se manifieste la individualidad bella.

En general puede decirse que para que la materia sensible se convierta en materia artística debe experimentar un proceso de idealización; tal proceso quiere decir que ella, que era independiente y abstracta, se convierte en instrumento concreto de la manifestación de la idea. Esta transformación puede verse sobre todo en el hecho de que la materia asume los caracteres de la regularidad, de simetría, etc., caracteres que la naturaleza común no posee. Pero regularidad, simetría, armonía y unidad lejos de representar la esencia del arte son solo condiciones negativas que la materia debe soportar para poder servir a la manifestación de la idea.

33. La individualidad bella y su mundo.

El segundo tipo de relación con la exterioridad que Hegel analiza es el que se establece entre la bella individualidad y el mundo dentro del cual vive y se desarrolla. La noción de mundo, que aquí se debe tener presente, no es la que lo considera, como en el discurso anterior, cuando se trató el tema de la acción, como una sustancia espiritual que se configura de acuerdo a una cierta fase del desarrollo del espíritu, sino que el mundo es considerado como pura exterioridad natural. En efecto, cuando se trató el concepto de acción, el mundo fue considerado como una sustancia espiritual históricamente configurada, es decir, la eticidad; en cambio aquí el mundo es considerado como conjunto de cosas naturales, como naturaleza, bien sea en su estado puro o en cuanto algo transformado, a través del trabajo realizado por el hombre. En este sentido el mundo es visto aquí bajo la categoría de la exterioridad; esta no quiere decir la sustancia espiritual que porta cada uno, sustancia espiritual con la que cada uno se relaciona en cuanto es un ser espiritual; el mundo es exterioridad en cuanto conjunto de fuerzas naturales y de necesidades.

Como en el caso en que se relacionó la materia con el contenido, también aquí debe existir una relación de unidad y de correspondencia entre lo interno -en este caso, la individualidad del héroe-, y lo externo -el mundo natural o técnico-. ¿Cómo se realiza esta unidad? Principalmente puede encontrarse la relación de la individualidad con la naturaleza, y esta entendida como puramente en sí misma, es decir, en cuanto no ha sido manipulada por el hombre, la naturaleza en su sentido más general. En este sentido, Hegel subraya la necesidad según la cual, en la obra de arte, la individualidad bella se define en relación a un mundo que le sea conforme y congenial. La obra de arte definirá perfectamente la individualidad bella solo si, entre otros, la colocará en su mundo natural justo “El árabe, por ejemplo, es uno con su naturaleza, y solo puede comprendérsele en su cielo, sus estrellas, sus tórridos desiertos, sus tiendas y sus caballos. Pues solo se halla en su ambiente en tal clima, región y escenario. Igualmente, los héroes de Ossian (según la moderna revisión o invención de Macpherson) son ciertamente subjetivos e íntimos al máximo, pero en su lobreguez y melancolía aparecen completamente ligados a sus brezales por entre cuyos abrojos silva el viento, a sus nubes, nieblas y oscuras cavernas. Solo la fisonomía que presenta todo este escenario nos aclara completamente el interior de las figuras….”[65].

Pero más importante y significativa es la relación con la naturaleza externa, en cuanto manipulada y modificada por el hombre, aquello que nosotros podemos llamar el mundo técnico ¿Qué tipo de dominio técnico de la naturaleza es el que se adecua a la individualidad bella? El problema se presenta cuando, por ejemplo, se mira la tradición idílico-arcádica que veía, como condición ideal de la individualidad bella, una situación en la que el hombre satisfacía sus necesidades del modo más simple, en un ideal de pobreza y de simplicidad de vida. Pero Hegel no está conforme con la bella individualidad ni con la situación idílica, caracterizada por una extrema simplicidad de exigencias y la ausencia de un verdadero dominio técnico de la naturaleza externa; tampoco con la situación que él llama de civilización general, la que sería la de nuestro mundo donde el dominio técnico de la naturaleza ha alcanzado los puntos máximos de la organización. Por una parte, la condición idílica de la edad de oro supone una espiritualidad extremadamente áspera, la que se puede conformar con aquello que la naturaleza le ofrece en cuanto, en su carácter tosco, no tiene necesidades ni exigencias que vayan más allá de la inmediatez más elemental. Por otra parte, la condición de la civilización en general es aquella que corresponde, en el plano técnico, al mundo del derecho abstracto, también ella contrasta con la condición heroica que es necesaria para la individualidad bella. En la civilización técnica evolucionada, la división del trabajo, hace que el individuo se encuentre frente a la situación de satisfacer sus propias necesidades naturales con instrumentos que no se ha apropiado, entrando así en una relación con objetos extraños y de los cuales no es plenamente poseedor. No solo esto, sino que las condiciones de la producción industrial implican necesaria e inmediatamente una división entre ricos -que disponen de los instrumentos sin haberlos producido- y pobres -que los producen sin poder disponer de ellos-. La bella individualidad no puede ser la del pobre -que no tiene con qué satisfacer sus propias necesidades naturales, y que no resuelve en sí mismo la exterioridad de la naturaleza, a la que permanece sometido-, pero tampoco la del rico, ya que él no logra resolver la exterioridad natural pues no es él quien produce los propios instrumentos para satisfacerlos. En la situación heroica, por el contrario, el héroe domina la naturaleza y él mismo forja o da forma a sus propios instrumentos: “El cetro de Agamenón es un báculo familiar cortado por su abuelo mismo y ligado a sus descendientes; Odiseo se ha carpinteado él mismo su enorme tálamo nupcial… todo es autóctono, en todo el hombre tiene presentes ante sí la fuerza de su brazo, la destreza de su mano, la sagacidad de su propio espíritu o un resultado de su coraje y de su valentía. Únicamente de este modo se no se hallan todavía los medios de satisfacción rebajados a una coas meramente exterior”[66].

La época de la individualidad bella también es heroica en lo que respecta a la relación con la naturaleza, en el sentido que implica no una falta de conflicto -bien porque las necesidades son extremadamente simples, como en la edad de oro, bien porque ya todo está resuelto técnicamente, como en el caso de la civilización general-, sino una resolución del conflicto mismo con todas las implicaciones, incluso sociales, que fácilmente se pueden descubrir en el texto hegeliano. La época presente es in-estética (inestetica), es decir, desfavorable a la existencia efectiva de la libertad plena, porque implica que la escisión entre individuo y universal es algo que ya ha acontecido -deferencia entre época heroica y época prosaica que se ha visto antes-; además porque la división técnico-industrial del trabajo implica el establecimiento de las condiciones y de la división de clases, entre ricos y pobres, dentro de las cuales, tanto los ricos como los pobres tienen una relación de extrañeza con los objetos, relación que hace imposible la belleza, es decir, no se olvide jamás, la libertad plenamente realizada.

34. La obra de arte y su público.

 El ideal artístico implica, como se ha visto, un conjunto de relaciones que deben configurarse de modo armónico y unitario, según esto, en todo ello debe acaecer la mediación de lo que inicialmente se presenta como externo de parte de lo interno, según la definición general del arte entendida como aparecer sensible de la idea, como unidad de concepto (interno) y objetividad (exterioridad). La obra de arte y la belleza se pueden ver, en general, como constituidas, por la mediación de mundos diversos: individualidad y materia, individualidad del héroe y mundo material; en definitiva, individualidad bella como obra y mundo dentro del cual ella se inserta, que el mundo del público que la lee y la disfruta. También aquí, como en el caso de las otras relaciones entre lo interno y lo externo que se han mencionado, es necesario que se presente la unión y la resolución de lo externo en lo interno para que propiamente se pueda hablar de belleza; resolución en la que lo interno adquiere existencia y consistencia en lo externo, sin que, además, en dicho proceso, se presenten sobrantes o residuos. En definitiva, en este caso, se trata de ver cómo y bajo qué condiciones se realiza la unidad del público con la obra; condición que, en esta última relación con la exterioridad, constituye la belleza.

Nos encontramos frente a la relación que se puede presentar entre mundos diversos, y como se ha visto, este es un aspecto que hace parte del discurso sobre la determinación exterior del ideal. En efecto, Hegel propone aquí el problema según el cual se pregunta cómo se puede establecer la unidad y la correspondencia plena entre la obra y su público, sabiendo que esta nos muestra la individualidad bella, que le sirve de contenido, como agente, en un mundo que no es el mismo y en el cual vive el público que la lee. Así, por ejemplo, es claro que los héroes de Homero actúan y viven en un mundo que no es el nuestro ¿Cómo se puede establecer una relación entre nosotros y aquellos héroes?

La cuestión se complica posteriormente si se tiene presente que el mismo Homero admite que ha existido, y que él mismo es el autor de los poemas, que vive y opera en un mundo que ya no es aquel de las guerras de Troya, y del cual, al menos, vive separado a una distancia temporal de cuatro siglos: “Los poemas homéricos, por ejemplo, haya o no vivido Homero efectivamente como único autor de la Ilíada y la Odisea, están separados al menos cuatro siglos de la época de la guerra de Troya”[67]. En general, es más, los poetas eligen como materia para sus propias obras a mundos pasados, y esto porque: “Este distanciamiento de la inmediatez y del presente mediante el recuerdo produce ya de por sí aquella universalización del argumento imprescindible para el arte”[68].

¿Cómo debe comportarse el artista frente a este mundo pasado para hacer que su público -también el de la misma época-, pueda entrar en relación con él, y por lo tanto, pueda comprender la obra? Aquí se presenta la posibilidad de dos comportamientos diametralmente opuestos, y los que representan dos extremos igualmente negativos. El artista puede, por un lado, esforzarse por representar el mundo de su contenido con una filología y fidelidad minuciosa, o por el otro, en el extremo opuesto, puede transformar todo según las perspectivas y los usos de su propio tiempo. Sin embargo, la fidelidad filológica minuciosa, y que es fin en sí misma, conlleva el riesgo de hacer creer que el valor de la obra de arte se encuentra en esta representación minuciosa y escrupulosa; lo que, como ya se ha dicho, desde la imitación de la naturaleza, no tiene sentido, -incluso, si como en este caso, sería diverso-. La objetividad pura de la representación no es motivo suficiente para que nosotros, ahora, nos interesemos en la obra de arte. En efecto, una obra no nos dice algo en cuanto nos habla de las representaciones de un mundo pasado o diverso al nuestro, sino que ella nos dice algo en cuanto que en tal mundo nosotros reconocemos aquellos intereses universales que hacen parte del pathos del héroe de la obra, y que encuentran una resonancia en nosotros, en nuestros afectos y en nuestro sentimiento.

Lo que Hegel dice aquí acerca del hecho de que la obra no se debe limitar a representar un pasado con fidelidad objetiva tiene un alcance más amplio de cuanto no pueda apreciarse a primera vista. En efecto, se trata del problema del significado universal de la obra de arte ¿Por qué una obra, que es la representación de un mundo tan diverso y tan remoto al nuestro, nos habla de modo tan potente que todavía nos sigue interesando? No es suficiente con que la obra represente un mundo -que tenga un contenido y que lo haga de manera fiel y coherente-, es necesario que ella nos hable de intereses vivos también para nosotros. Lo que no significa, contrariamente, que el modo justo para tratar el mundo del héroe sea aquel, en el cual el artista, lo esconde, sin residuos, en su propio mundo, haciendo que el héroe piense y actúe como si fuera un hombre de su propio tiempo. Esta segunda posibilidad queda excluida por las mismas razones por la que queda excluida la primera; no se trata de sustituir la accidental determinación histórica del mundo del héroe con la determinación, también accidental, del mundo del artista o del nuestro. Es necesario que el artista realice un esfuerzo por alcanzar la objetividad, pero tal esfuerzo no debe orientarse a transportarse al momento histórico concreto sino a reconocer y a clarificar cuanto existe, de universal y válido, también para nosotros en aquella concreción histórica. Tanto la actitud puramente filológica, como la que intenta reducir todo al presente, pecan ambas en cuanto les falta una verdadera objetividad, porque se atacan los aspectos históricos accidentales, primeramente, del pasado o del presente, y en segunda instancia, haciendo prosaica, sobre todo, la subjetividad particular del artista.

La objetividad propia del verdadero modo artístico que trata el mundo de la obra, de manera que pueda darse una mediación entre el mundo del artista y el del público, se alcanza, según Hegel, cuando se intenta clarificar, en el mundo del héroe, las características “universalmente humanas”, válidas para todo tiempo. Desde el estudio que se ha hecho sobre la Fenomenología del espíritu, sabemos que, para Hegel, una universalidad de este tipo no tiene sentido, y también aquí esto es válido, haciendo que el problema sea mucho más complejo, y a la vez degradado, de como sería, si se pudiera hacer referencia a una universalidad humana siempre igual y válida, tal que pudiera garantizar siempre la accesibilidad de la verdadera obra de arte. Para Hegel, la universalidad es siempre concreta, es la autoconciencia que la sustancia espiritual tiene de sí en un momento dado de su desarrollo: elevarse a la universalidad quiere decir, elevarse a pensar según el espíritu del tiempo, alcanzar conscientemente la perspectiva del espíritu en aquel momento de su historia.

Pero si estos valores humanos universales no son siempre iguales ¿Cómo se proyectará y se encaminará este discurso sobre la verdadera objetividad del arte? Ya que en este caso parece que no exista una posibilidad de mediación entre el mundo de la obra y nuestro mundo -o el del artista-; y a lo sumo, para nosotros, encontrar el significado de un mundo pasado, quiere decir, reducir todo a nuestra medida, a nuestro lenguaje, porque solo de esta manera estaría en la capacidad de interesarnos.

Para Hegel, aquello que los valores humanos supratemporales no hacen, lo hace el contexto histórico. Esto no quiere decir que nosotros comprendamos verdaderamente todas las obras de arte del pasado o incluso de mundos diversos al nuestro. Aquellas obras que comprendemos, la entendemos no porque tengamos, en común con ellas, una universalidad humana abstracta sino porque tenemos con ellas vínculos concretos e históricos. Los ejemplos que Hegel toma para hacer comprensibles obras de arte representativas de mundos diversos al nuestro son los grandes poemas nacionales, las grandes sagas de los pueblos que hablan de un mundo pasado pero que está a la raíz del nuestro. Incluso, podemos agregar nosotros, que cuando no se trata de mundo que históricamente nos determina, a pesar de ello, el mundo del que habla la obra tiene siempre un vínculo con nosotros; es el caso, por ejemplo, de un mundo puramente fantástico inventado por un antiguo romano, ese mundo no existiría sino tuviera una relación con el mundo real en el cual vivía el autor, y a su vez, este mundo tiene un vínculo histórico con el nuestro. Incluso esto vale en general en lo que respecta al interés que podamos tener por el mundo remoto de la obra de arte, esta es la afirmación de Hegel: “Lo que es histórico es cosa nuestra solo en cuanto hace parte de la nación a la que pertenecemos, o si podemos contemplar el presente en general como una consecuencia de aquellos acontecimientos de cuya cadena los caracteres o hechos representativos constituyen un eslabón esencial”[69]. El alcance universal de los “intereses” que están en juego en la obra, aunque no tengan un significado abstracto e intelectual, sin embargo, implican una universalidad concreta e histórica; es decir, en ello está implicado un esfuerzo objetivo por levantarse desde las particularidades subjetivas hasta el nivel de la sustancia espiritual de la cual, tanto la obra de arte como la individualidad bella del héroe, son manifestación visible.

35. El artista.

La sección en la que Hegel trata el tema del artista es la conclusión del tercer capítulo, y en general concluye la primera parte de las Lecciones de estética. Esta sección representa, de alguna manera, la prolongación de la sección dedicada a la determinación del ideal. Hasta ahora se ha visto cómo el ideal se define en sí mismo y luego, la manera como se define cuando entra en relación con varios tipos de exterioridad, con los cuales entraba en contacto. Sin embargo, para poder definir concretamente el ideal artístico es necesario tener presente que éste no existe por sí mismo, sino que realmente es producto del hombre. Una vez más, se tiene la impresión de que todo cuanto se ha dicho hasta aquí es algo abstracto; tal es el caso cuando se definió el arte como libertad, ya que en el fondo, si por un lado, y desde el punto de vista técnico, ésta está fundada en el hecho según el cual, a la idea absoluta le pertenece la manifestación sensible en la forma de lo bello, por otro lado, adquiere todo su sentido si se piensa que el ideal es producto de una proceso de idealización; es decir, es el resultado de una actividad del hombre. Se podría mostrar cómo todos los caracteres de libertad que se le han reconocido a lo bello, con todas sus implicaciones y especificaciones, tienen su fundamento en el hecho de que el arte es libertad, en cuanto que es actividad libre del hombre. Y esto, propiamente por el carácter general de la filosofía hegeliana, no significa algo diferente a cuanto se ha dicho hasta aquí: que el arte existe y es libertad en cuanto es aparecer sensible de la idea.

Las páginas de las Lecciones de estética que Hegel le dedica al tema del artista, no solo concluyen exteriormente la primera parte de este texto, sino que son una especie de reducción a su fundamento último de todo cuanto se ha dicho antes. Me parece que esto también se puede mostrar desde otro punto de vista, el cual aquí solo nos limitaremos a señalar. En las páginas donde Hegel trata el tema del artista es claro que, para producir la obra de arte, y ésta entendida como manifestación sensible de la idea, es decir, ella es compenetración perfecta entre lo interno y lo externo, ella es plena existencia objetiva de libertad; para que esto sea posible es necesario que el artista realice en sí mismo la unidad entre lo interno y lo externo, entre la libertad del concepto y la objetividad que debe manifestarse en la obra. Lo que se ha dicho hasta aquí hace recaer al nivel del artista todo cuanto se ha afirmado acerca de la belleza de la obra. Incluso con esto se radicaliza, hasta el extremo metafísico, una antigua idea sostenida por el clasicismo alemán. Ya Winckelmann había descubierto que la admiración por las obras de arte clásico no podía ser más que admiración por la humanidad que las había producido. Los griegos han producido obras de arte bellas porque ellos mismos eran bellos; ellos realizaban en su vida individual y social aquella perfección que nosotros vemos encarnada en su arte. Ahora, de modo implícito, en la propuesta hegeliana, se vuelve a reencontrar la idea según la cual solo una individualidad bella puede producir la obra y esta entendida como aparecer sensible de la idea, es decir, individualidad bella.

El texto donde Hegel habla sobre el artista también gira en torno al hecho de que lo bello comparece solo como unidad de concepto y objetividad, interno y externo. Aquí lo interno es la obra entendida como aquello que debe producirse, es el contenido que debe inventarse y realizarse en la materia sensible, en cambio lo externo es el artista ¿Qué será y cómo se manifestará la unidad, entre la producción y el artista, que debe realizarse en la obra de arte? No olvidemos que debe tratarse de una unidad inmediata, como todo aquello que concierne a lo bello, ya que nos encontramos en el terreno del arte y no en el de la filosofía. Así como en la condición heroica la necesidad de lo bello se fundaba sobre el hecho de que la relación entre el individuo y lo universal no podía ser mediada por la reflexión, como en el caso de la condición prosaica, sino que debía ser inmediata.

Hegel, en base a la necesidad de esta unidad inmediata entre artista y obra por realizar, recupera y justifica sistemáticamente, en esta parte, los conceptos que, sobre todo a partir del siglo XVII, han ocupado el primer plano en la descripción de la personalidad del artista, tales como: fantasía, genio e inspiración. Todos ellos son modos que indican varios aspectos de la unidad inmediata del artista con su obra.

El concepto de genio fue teorizado de varias maneras desde la estética de la época moderna; ya puede encontrarse en Kant para designar el fundamento de la actividad productiva del artista; este autor sostiene que, en un cierto sentido, no es posible explicar en conceptos y en razonamientos, que tengan una validez universal, su capacidad productiva. El genio no elabora racionalmente los esquemas de la manera como procede; según Kant, es la naturaleza misma, que a través de él, dicta la regla al arte; pero aquí el término naturaleza enmascara sustancialmente, al menos, al nivel inmediato, el carácter inexplicable de la obra de arte -a menos que se interprete todo el pensamiento kantiano a la luz de la Crítica del juicio, tal y como lo han hecho los idealistas-.

Lo que a Hegel le interesa recalcar en el concepto de genio es la alusión a algo que no se puede explicar intelectualmente ni reflexivamente. Decir que el artista es un genio, y que solo el genio puede producir obras de arte significa afirmar que, para que sea posible el arte, debe existir una unidad de tipo inmediato entre el artista y su obra, unidad similar a la que unía al héroe y la sustancia espiritual en la época heroica; podría decirse que el artista, entendido en este sentido, es aquel que “nace”, no que se hace; desde esta perspectiva puede aseverarse que una obra de arte no se construye cuando se aplican reglas o destrezas técnicas aprendidas, reflexionando o pensando. La inmediatez sensible que caracteriza a la obra de arte se refleja sobre el artista; también la producción de la obra de arte debe poseer los mismos caracteres: “Como la belleza es la idea realizada en lo sensible y en lo real, así la obra de arte exhibe lo espiritual en la inmediatez del ser-ahí para el ojo y el oído, así también el artista debe configurar, no en la forma exclusivamente espiritual del pensamiento, sino en el seno de la intuición y del sentimiento, y, más precisamente, en relación a un material sensible y en el elemento de éste. Esta creación artística, por tanto, como el arte en general, incluye en sí el aspecto de la inmediatez y de la naturalidad, y este aspecto es el que el sujeto no puede producir en sí mismo, sino que debe descubrirlo en sí como algo inmediatamente dado. Este es el único sentido en que puede decirse que el genio y el talento son innatos”[70].

La alusión que, en el párrafo citado anteriormente, se ha hecho sobre el sentimiento tiene el mismo significado que tenía el término pathos cuando se ha definido el carácter del héroe. También allá el pathos indicaba la presencia inmediata de lo interno -es decir, lo universal, las potencias universales, los dioses- en lo externo -la individualidad del héroe-. El sentimiento que experimenta el artista alude a la misma situación que experimentaba el héroe; según esto, el hecho de que, en el proceso de creación artística, el sentimiento tenga un papel destacado, ello significa, para Hegel, que el artista no tener una relación reflexiva y racional con la obra de arte, sino una relación inmediata; el artista debe encontrar esta unidad con la obra como algo ya dado en sí mismo: el genio es innato, artista se nace, pero solo en este sentido.

En el mismo ámbito, Hegel retoma el concepto, más antiguo, de inspiración. Si la unidad del artista con su obra es algo que él debe encontrar como ya dado, inmediatamente dentro de sí, bajo la forma del genio, ahora parece que todo lo que el artista coloca en la obra, tanto el contenido como el modo de producirla, debe provenir de su genialidad, desde lo más íntimo de su ser. Este es el sentido que tiene además el concepto de inspiración, concepto que se contrapone, por ejemplo, a toda forma de arte ocasional, de arte que acepte las motivaciones desde lo externo, bien puede ser un evento de la vida privada del artista o bien de la vida externa -la tarea que un príncipe le encomienda a un artista-. Ahora bien, el carácter innato del genio, la inmediatez que, según Hegel, es esencial en este concepto, necesariamente no implica este advenimiento desde lo interno, lo que debería ser una característica propia de la obra, según la interpretación común del concepto de inspiración. Es más, el genio es una forma de unidad inmediata entre el artista y la obra que se debe producir o realizar; en cierto sentido, el genio es la unidad entre lo interno y lo externo; sin embargo, lo externo, que en el genio, está en unidad inmediata con la obra de arte que debe realizar, es la personalidad integra del artista, en toda su determinación histórica concreta: hecho este que puede apreciarse, por ejemplo, en el caso en que él esté adolorido por un amor finito o incluso en el caso en el que él deba responder por la obra de arte que alguien le encomienda para realizar. Lo esencial para que la obra exista es que la unidad entre lo interno y lo externo permanezca siempre como algo inmediato; es decir, que el estímulo ocasional no represente un elemento puramente intelectual y reflexivo, sino que encuentre una resonancia inmediata -ahora una vez más entra aquí en juego el sentimiento- en el ánimo del artista; sobre esto solo se puede dar cuenta cuando la obra ha llegado a su punto final, cuando ella es.

No es necesario detenerse aquí y ahora para analizar todos los conceptos que Hegel utiliza para describir al artista. Ya, cuando trata el tema de la inspiración y del genio es claro que, en la condición del artista, y en su relación con la obra de arte, debe evidenciarse lo que se verifica en el contenido mismo de la obra de arte y en la bella individualidad, es decir, la correspondencia perfecta entre lo interno y lo externo.

En este punto se podría y se debería desarrollar un discurso más amplio, el que llevaría a ver cómo la exigencia que Hegel quiere satisfacer con el arte, no puede limitarse a este tipo de satisfacción. Ya habíamos visto que la condición prosaica de nuestro mundo, la condición de extrañeza, de la división del trabajo y de las clases sociales, esta condición impide que en este mundo pueda nacer la bella individualidad que sirve como contenido para la obra de arte. La individualidad bella no es otra que el hombre verdaderamente libre. De modo que el discurso sobre la condición general del mundo implicaba también, necesariamente, una crítica fuerte respecto a la sociedad presente. Ahora, después, cuanto habíamos visto sobre la relación que puede existir entre la obra y su público, y sobre todo, acerca del artista, parece que se deba concluir que en la condición prosaica -es decir, alienada- en la que vivimos hoy no es posible, ni muchos menos justo, un disfrute de la obra de arte, y sobre todo, la existencia de un artista que produzca tales obras de arte. La relación de unidad inmediata que debe unir al artista con su obra por hacer, parece implicar -así sea de manera inmediata-, que el artista mismo debe ser una individualidad bella, y esto según un concepto que, después de Winckelmann se convirtió tradicional para el Clasicismo y el Romanticismo alemán.

En base a todo esto se hace cada vez más claro el problema que habíamos propuesto al inicio de la exposición del capítulo sobre lo bello artístico, es decir, si el arte satisface verdaderamente como tal aquella exigencia que la hace necesaria, es decir, la exigencia de libertad que se realiza efectivamente. Siguiendo a Hegel, hemos llegado a ver no tanto que el arte es en sí misma insuficiente porque permanece siempre como una forma de conciliación puramente exterior e ideal -como la filosofía-, sino que el arte, sea o no suficiente para satisfacer la necesidad de libertad; ella no puede nacer sino es bajo la condición de una libertad real, aquella que Hegel llama la condición heroica, donde el hombre está en unidad inmediata con la sustancia espiritual y con los instrumentos de la propia vida.


Índice.

Estudio preliminar.

1.    La Fenomenología del espíritu como introducción al sistema hegeliano.

2.    El idealismo hegeliano.

3.    Historia del individuo e historia de la especie en la Fenomenología del Espíritu.

4.    Las figuras fenomenológicas.

5.    La estructura general de la Fenomenología del Espíritu.

6.    La conciencia.

7.    El desarrollo de la autoconciencia: Señorío y esclavitud.

8.    El desarrollo de la autoconciencia: estoicismo, escepticismo, conciencia infeliz.

9.    La razón.

10. Razón observante y razón activa.

11. La individualidad en sí y para sí real.

12. El espíritu como sustancia.

13. El movimiento del espíritu: de sustancia a sujeto.

14. La moralidad y el pasaje a la religión.

15. La autoconciencia del espíritu: religión y saber absoluto.

16. Religión y arte.

17. La religión artística.

18. Arte abstracto y arte viviente.

19. El arte espiritual: epopeya, tragedia, comedia.

Segunda parte.

Las Lecciones de estética.

20. El texto de las Lecciones de estética.

21. El arte desde la Fenomenología del espíritu hasta las Lecciones de estética.

22. Estructura general de las Lecciones de estética.

23. La idea en el arte, en la religión y en la filosofía.

24. La idea de lo bello.

25. Belleza y libertad.

26. La necesidad del arte: la necesidad del espíritu absoluto.

27. La necesidad del arte.

28. Lo bello natural.

29. La bella individualidad.

30. La individualidad bella en la acción: la condición universal del mundo.

31. Situación y acción.

32. El ideal y su exterioridad. El material sensible.

33. La bella individualidad y su mundo.

34. La obra de arte y su público.

35. El artista.



[1] Vattimo, Gianni. Introduzione a Heidegger. Bari, Ed. Laterza, 197112. Trad. Introducción a Heidegger. Ed. Gedisa. Barcelona 19932
[2] Vattimo, Gianni. Introduzione a Nietzsche. Bari, Ed. Laterza, 19851
[3] Vattimo, Gianni. Il soggetto e la maschera. Nietzsche e il problema de la liberazione, Milano, 1974.
[4] Vattimo, Gianni. Ipotesi su Nietzsche. Torino, 1967.
[5] Vattimo, Gianni. Dialogo con Nietzsche. Milano, 2000.
[6] Gadamer, H. G. Hegel und die antike Dialektik. Fünf hermeneutische Studien. Verlag, J. C. B. Mohr, 1961; traducción española, La dialéctica de Hegel, Madrid, 1981.
[7] Gadamer, H. G. Wahrheit und Methode. Grundzüge einer Philosophischen Hermeneutik, Tubingen, 1960. Traducción española. Verdad y Método, Salamanca, 1977.
[8] Gadamer, H. G. Die aktualität des Schönen. Philipp Reclam, jun., Stuttgart, 1977. La actualidad de lo bello. Barcelona, 1991.
[9] Vattimo, Gianni. Ética de la interpretación. Ed. Paidós. Barcelona, 115.
[10] Vattimo, Gianni. Más allá del sujeto. Ed. Paidós. Barcelona, 47ss.
[11] Gadamer, H. G. Interpretazione ed emancipazione. Studi in onore di Gianni Vattimo. Torino, Dipartamento di ermeneutica, 1996. pp.7.
[12] Schelling, Friedrich. Lettere filosofiche su dommatismo e criticismo. Ed. Laterza. Bari. 1995. (NT).
[13] En la traducción española del FCE, esta primera parte aparece enumerada: A) Conciencia, B) Autoconciencia, C. AA) razón. (NT).
[14] En la traducción española del FCE aparecen bajo la numeración BB.) el espíritu, CC.) La religión, DD.) El saber absoluto.
[15] Fenomenología dello spirito. Traduzione italiana di Enrico De Negri, Firenze, 1963, Vol. I, p. 139. en una corrección que el mismo Vattimo hace luego señala con su puño y letra p. 106. de la reimpresión hecha en el año 1998. Traducción española. Fenomenología del espíritu. FCE. 19938. P. 104.
[16] Hegel, F. Fenomenología del espíritu. Traducción italiana. T. I. 161-162; 122 en la traducción unificada. Para entender el término negatividad, téngase presente que él define la autoconciencia, el para sí, respecto a lo que le es externo, al ser como sustancialidad de las cosas que se oponen al sujeto; el sujeto es negatividad en cuanto tiende a negar esta exterioridad de las cosas, a imponerse teóricamente y prácticamente. Trad. Esp. 119.
[17] Ibid. P. 162. 122-123. Trad. Esp. 119.
[18] Hegel, F. Fenomenología, trad. Cit., I, p. 173. p. 131. Traducción española. 127.
[19] La aclaración es de Vattimo.
[20] Hegel. F. Fenomenología, trad. Cit., I, 260. p. 268. Traducción española 254.
[21] Hegel. Fenomenología, Tr. Cit., II, 3. p. 274-275. Traducción española. 260.
[22] Sobre este texto traducido al español puede encontrarse una versión digital en el sitio: http://bdigital.uncu.edu.ar/objetos_digitales/7709/schiller-con-tapas.pdf. Consultado el 27/11/2018. (NT).
[23] “Otrora, con ocasión de aquel bello despertar de las facultades del alma, los sentidos y el espíritu no poseían todavía dominios rigurosamente divididos, pues ninguna discrepancia los había incitado aún a distanciarse hostilmente uno del otro y a delimitar sus fronteras. La poesía no había rivalizado todavía con el ingenio ni la especulación se había deshonrado todavía con la sofistería”. (Carta sexta sobre la educación estética de Schiller página 70 del texto citado). (NT).
[24] Hegel. Fenomenología, trad. Cit., II, 45. Tr. 350ss.
[25] Fenomenología, tr. Cit., II, 208. Tr. 437.
[26] Hegel. Fenomenología. Tr.  Cit., II, 227. Tr. 414-415.
[27] Hegel. Fenomenología. Tr. Cit. II, 227-228. Tr. 415-418.
[28] Fenomenología, tr. Cit., II, 223.
[29] Fenomenología, tr. Cit., II, 234.
[30] Fenomenología, tr. Cit., II, 235. 445.
[31] Fenomenología, tr. Cit. II, 252.
[32] Estética. Trad. Ital. De N. Werker e N. Vaccaro, Torino, Enaudi, 1967; pag. 108.
[33]  Estética. Op. Cit. P. 107-108.
[34] Estética. Op. Cit. Pag. 125.
[35] Estética. Op. Cit. Pag. 123.
[36] Cfr. Estética, op. Cit. P. 123. Traducción española, 81.
[37] Estética. Op. Cit. P. 70. Traducción española p. 46.
[38] Estética. Op. Cit. Pp. 72-74. Traducción española 44-49.
[39] Estética. Op. Cit. P. 76. Traducción española 50.
[40] Estética. Op. Cit. P. 67.
[41] Estética. Op. Cit. 129.
[42] Concipiente.
[43] Estética. Op. Cit. P. 129-130.
[44] Estética. Op. Cit., p. 131.
[45] Vattimo en este parágrafo va a utilizar indistintamente dos conceptos: Necessitá e Bisogno que en español pueden traducirse de igual manera como necesidad. Para una mayor y mejor comprensión del texto, se hará referencia dentro de paréntesis a cuál palabra se refiere cada vez que se haga mención del mismo al ser traducido al español. NT.
[46] Estética. Op. Cit. P. 113. Traducción española, pag. 75.
[47] Estética. Op. Cit., 116. Traducción española. P. 76.
[48] Estética. Op. Cit. 116. Traducción española. P. 77.
[49] Nota del autor.
[50] La traducción italiana de las Lecciones de estética dice, según el texto que usó Vattimo: ed é quindi una realtá non conforme al concetto ed alla veritá.
[51] Nota del autor.
[52] Estética. Op. Cit. P. 117. Traducción española 77.
[53] Vattimo hace referencia al parágrafo 4. NT.
[54] Estética. Op. Cit. P. 142. Traducción española. P. 92
[55] Cfr. Estética. Op. Cit. 142. Traducción española. P. 94.
[56] Estética. Op. Cit. P. 142. Traducción española. P. 94.
[57] Cfr. Estética. Op. Cit. P. 152. Traducción española. P. 100.
[58] Estética. Op. Cit. P. 167. Traducción española. P. 109.
[59] Estética. Op. Cit. P. 168. Traducción española. P. 109-110.
[60] Estética. Cit. 207-208; traducción española. P. 135-136
[61] Estética. Op. Cit. 207. Traducción española. P. 135.
[62] Estética. Op. Cit. 215. Tra. Esp. 140.
[63] Estética. Op. Cit. 221; Trad. Esp. 144.
[64] Estética. Op. Cit. 265. Trad. Española, 172.
[65] Estética. Op. Cit. 287. Traducción española 185-186.
[66] Estética. Op. Cit. 293-294. Traducción española, 189-190.
[67] Estética. Op. Cit. 297. Trad. Española. 192.
[68] Estética. Op. Cit. 297. Trad. Española. 192
[69] Estética. Op. Cit. 306. Trad. Española. 198.
[70] Estética. Op. Cit. 319. Trad. Española. 206.

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