Ética de la proveniencia. Gianni Vattimo. Traductor: Orlando Arroyave Valencia.

 

Ética de la proveniencia.

 

Il discurso sul ‘che cosa dobbiamo fare?’ Dopo la dissoluzione dei ‘principi primi’. Verso una morale post-metafisica che non scada in puro e semplice relativismo. La legge di Hume é la condizione dell’etica.

 

El discurso sobre ‘¿qué debemos hacer?’ después de la disolución de los ‘principios primeros’. Hacia una moral post-metafísica que no termine en un simple y puro relativismo. Le ley de Hume es la condición de la ética.

 

The speech about ‘what should we do?’ After the dissolution of the first principles’. Towards a post-metaphysical moral that does not end in a simple and pure relativism. Hume's law is the condition of ethics.

 

Autor: Gianni Vattimo.

Traductor: Orlando Arroyave Valencia[1].

 

 

Si existe un punto en el cual se puedan poner de acuerdo todos los que se hacen la pregunta acerca de la ética, la pregunta ética, este consiste en la esperanza de que se puedan encontrar principios en los cuales poner todo el empeño. La pregunta se deja formular de manera fácil como ¿Qué debemos hacer? El término deber, por lo general, el más frecuente en todo discurso sobre la ética, parece que no tuviera sentido si no es relacionándolo con cualquier principio del cual se desprenda la respuesta.

La rebelión contra un principio, trae como una consecuencia lógica el rebelarse contra el mismo, lo cual equivale a levantarse contra la razón -la razón práctica-, no tan fácilmente distinguible de la teórica; en consecuencia, el intelectualismo, que ha dominado buena parte de la ética filosófica, hace difícil comprender por qué alguien se rebela contra las acciones racionales (es decir, principios…): las explicaciones que se dan para justificar tal comportamiento irracional son las pasiones, los intereses, los movimientos de la fuerza concupiscible, antagonista de la racionalidad y por lo demás ligada a la parte menos noble  del ser humano, el cuerpo, destinado a deshacerse con la muerte, mientras que el alma tiene una esencia similar a las ideas eternas, y es allí donde tiene su asiento la razón.

Este modo de empezar un discurso sobre la ética hoy se encuentra debilitado en la literatura filosófica, y el por qué es evidente. No es un por qué “de principio”, es un dato de hecho; el racionamiento que intenta desarrollar las implicaciones lógicas y prácticas de los principios, es decir, de los fundamentos últimos y estables, reconocidos e intuidos, ya no tiene más sentido. Según algunos, la crisis de la ética, que se invoca como uno de los componentes principales de la poca moralidad de los comportamientos públicos y privados, esto se debe al descredito en el cual ha caído la reflexión acerca “de los principios”, y que se legitima cuando se relaciona con fundamentos que tienen una validez universal. No es difícil ver que la universalidad y la ultimidad de los principios es la misma cosa: un fundamento último es aquello sobre lo cual no se pueden indicar condiciones que lo fundan a su vez; si no tiene condiciones, es incondicionado, solo puede presentarse a su vez como una verdad absoluta que ninguno podría rechazar (si no es con un rechazo infundado, con un puro acto irracional). Cuando, como sucede con el pensamiento de los siglos XVIII-XIX, los principios primeros aparecen como segundos, condiciones a su vez de otro (los mecanismos ideológicos de la falsa conciencia, la voluntad de dominio, los juegos de remoción del inconsciente), también cae en descredito la pretensión de universalidad. Este descrédito, no es una desmentida demostración de algún principio, sino que es un cambio global de ruta, contingente y por lo tanto lleno de excepciones, el cual solo puede ser desacreditado de manera aproximada, pero no definitivamente argumentado. Es algo que tiene que ver con el pluralismo cultural, también es producto de las relaciones políticas entre occidente y otros mundos culturales que han cambiado, los que han pasado de un estado colonial al estado de naciones independientes, esto ha hecho surgir el carácter parcial de lo que por muchos siglos se ha considerado, desde la filosofía, como la humanitas; todo esto tiene que ver con la crítica de la ideología de carácter marxista, con el descubrimiento del inconsciente de parte de Freud, y con la desmitologización radical con la cual Nietzsche ha criticado la moral y la metafísica tradicionales y con esto ha comprometido el mismo ideal de la verdad. Todas estas “escuelas de la sospecha” no han nacido, a su vez, de meras elaboraciones teóricas, sino que han sido acompañadas y han sido el reflejo de profundas transformaciones sociales. Su racionalidad, su validez teórica no se puede argumentar sin un reclamo explícito a estas circunstancias históricas; de esta manera queda demostrado que una filosofía tiene que ver menos con principios primeros; es más, nace propiamente como una toma de posición frente a la no fundación del pensamiento; es la respuesta más apropiada –más verosímil, más acorde- a la época del pluralismo tardo-moderno.

Según lo anterior, es necesario reconocer que, corresponder a la época es una forma de empeñarse responsablemente; por lo tanto, aquí subyace una especie de obligatoriedad, la que autoriza a hablar de una racionalidad y de una eticidad, es decir, del compromiso a derivar de ciertos principios (solo en el sentido de puntos de partida) consecuencias lógicas e imperativos prácticos. Quien se atreva a observar que aquí se repite el esquema de la ética metafísica tiene razón: solo que el mecanismo metafísico que aquí se retoma es distorsionado, según una lógica que Heidegger ha reconocido y teorizado bajo el nombre de Verwindung; y que repite la lógica de la metafísica cambiando radicalmente el sentido.

La ética metafísica, por ejemplo, cae fatalmente cuando se reconoce la crítica conocida como la “ley de Hume”, según la cual no es lícito, como hace la metafísica, pasar sin razones explicitas, de la descripción de un estado de hecho a la formulación de un principio moral. Si alguno me invita a ser hombre no quiere enviarme a ser aquello que naturalmente soy, sino que quiere sugerirme ciertas virtudes que, según él, deben (pero ¿por qué?) ir asimiladas a lo que es la esencia del hombre. Una ética responsable frente a la época, y no fundada en principios primeros, no puede exponerse a la crítica de la ley de Hume, porque el hecho al que se trata de corresponder es a su vez muy objetivo, es una herencia cultural múltiple y representable solo con un acto responsable de interpretación, que no da lugar a imperativos unívocos.

Si la filosofía quiere seguir hablando racionalmente de ética, y esto lo hace, de modo responsable, frente a los problemas que se pueden presentar en nuestro tiempo, esto solo podrá realizarlo asumiendo como punto de partida la condición de no fundabilidad en que se encuentra arrojada hoy. La condición de la proveniencia y de la herencia que se impone como dominante o que amerita considerarse como dominante es, por ejemplo, la disolución de los principios primeros, la afirmación de una pluralidad no unificante. ¿Se puede desarrollar un discurso ético en el que se consideren los “principios” a conquistar, las máximas que determinen la acción, recomendaciones para el comportamiento, jerarquías de valores, sobre la base de lo que sería una “proveniencia” o situación epocal caracterizada como disolución de los fundamentos? Esta disolución, tal vez, no solo es una condición de hecho, una circunstancia en la cual nos encontramos, o mejor aún, siendo la condición en la que somos enviados fuera del curso de los fundamentos, se convierte ella misma en el único fundamento, sui generis, verwunden, del cual podemos disponer para argumentar en favor del discurso ético. La metafísica nos deja completamente huérfanos: su disolución (si se quiere la muerte de Dios de la que hablaba Nietzsche) se muestra como un proceso que contiene una lógica propia, a la cual se le pueden agregar elementos para una reconstrucción. (Estoy hablando de lo que Nietzsche llamaba nihilismo: que no es solo el nihilismo de la disolución de todos los principios y valores, sino también, de nihilismo “activo”, el chance para iniciar una historia diferente).

Pero ¿qué se puede desprender, en términos éticos (máximas de acción, recomendaciones para el comportamiento, jerarquías de “valores”), del reconocimiento de la pertenencia a una tradición caracterizada por la disolución de los principios? El primer carácter de dicha ética puede ser reconocido como un “paso atrás”, una toma de posición frente a las elecciones y a las opciones concretas que son impuestas inmediatamente por la situación. Es verdad que si no existen principios primeros, supremos y universales parecería que cuentan solo los imperativos dictados por las situaciones específicas; sin embargo, es aquí donde se impone la diferencia entre una ética post-metafísica y el puro y simple relativismo: la constatación según la cual se ha disuelto la credibilidad en los principios primeros no se deja traducir en la asunción de nuestra condición histórica, y en nuestra pertenencia a una comunidad, como algo absoluto. Si el mundo verdadero (los principios primeros) se ha convertido en una fábula, escribe Nietzsche, también se ha destruido la fábula (la que a su vez no puede ser absolutizada).

La situación a la que realmente pertenecemos, y por la cual somos responsables en nuestras decisiones éticas, es aquella caracterizada por la disolución de los principios primeros, por el nihilismo; por el contrario, cuando se asumen como referencias últimas las pertenencias más específicas (raciales, étnicas, familiares, también de clases, por ejemplo), esto quiere decir que se limita desde el principio la propia perspectiva. Contra esta limitación, que consiste en repetir el juego metafísico de los principios primeros, asumiendo como “mundo verdadero” una fábula específica y particular, con una absolutización ideológica, no se puede hacer valer un imperativo absoluto, solo se puede proponer una ampliación de los horizontes. Es como si dijera, que te invito a no cerrar los ojos frente a los múltiples componentes que conforman esta proveniencia.

Sin embargo, no se trata de tener todo en cuenta, como si fuera posible construir un inventario completo de lo que constituye la proveniencia hacia la cual somos responsables. Caracterizar la proveniencia como disolución de principios –como nihilismo- jamás puede conducir a la definición de un principio nuevo y más válido, del que podemos disponer; esta solo se puede convertir en la base para una actitud crítica en el momento de confrontar un principio que pretenda ser último y universal. Nótese que esta actitud jamás puede pensarse como universalmente válida, es decir, recomendable para todos y siempre. Ella solo se reconoce como apropiada para una cierta condición –aquella que Heidegger define como la época del final de la metafísica que todavía no quiere terminar o que con Nietzsche se puede llamar la muerte de Dios, de la cual muchos aún hoy no saben nada y que necesitará siglos para realizarse con todas sus consecuencias e implicaciones.

La tradición filosófica moderna ofrece elementos significativos en los cuales se puede sustentar esta tesis: no solo “la ley de Hume” mencionada anteriormente; antes que nada, puede mencionarse el formalismo ético kantiano, el que impica el imperativo de adoptar solo máximas de acción que puedan valer como normas universales (hacer lo que nos gustaría hacer y que cualquiera haría en esa situación determinada), aquí, como se puede comprender, la universalidad no está atribuida positivamente a determinados contenidos, sino que funciona como un reclamo para no asumir como principios últimos a contenidos específicos que se presentan como obligatorios bajo condiciones particulares (inclinaciones, intereses, etc.).

Nuevamente ¿qué se deduce, en términos de máximas para la acción y jerarquías de valores, desde el hecho de asumir la responsabilidad cuando se confronta la disolución de los principios?

El riesgo del paso atrás, es decir, el riesgo de tomar distancia de las alternativas concretas consiste en darle espacio a una metafísica relativista, la que se puede llamar plenamente metafísica, porque solamente cuando se ubica en una posición sólidamente estable y desde un punto de vista universal, solo desde ahí, se podría mirar la multiplicidad en cuanto multiplicidad. El relativismo consiste en el autocontradictorio e impracticable endurecimiento de la finitud. Solo Dios podría ser auténticamente relativista. Si tiene sentido el paso atrás respecto a nuestras alternativas dadas en la situación, esto se da, no porque sea posible o incluso porque sea un deber situarse en una perspectiva superior y universal, sino porque es la situación misma que, vista sin ligeras clausuras metafísicas (interpretada desde su esfuerzo por rendir cuenta de su carácter compositivo y abierto), necesita una toma de distancia de las alternativas que se presentan de modo erróneo como si fueran las últimas.

Justamente, creo que trabajando en torno a este complicado nudo de conceptos hoy una filosofía responsable puede decir algo acerca de la ética. Es necesario que aquí se asuma una actitud muy abstracta ¿alejada de la experiencia cotidiana? Pero la sensación de extrañeza frente a las alternativas concretas en las que nos encontramos situados y arrojados ¿no será un rasgo constitutivo de nuestra experiencia? ¿por qué debemos aceptar que esta sensación sea un puro hecho sicológico individual y no una “debilidad de la civilización” que no amerita ser dejada aparte?

Lo que se pone en juego, en el caso según el cual se decida continuar la vía de este razonamiento, parece ser el hecho de asumir la disolución de los principios primeros y estos entendidos como puntos de partida para ir hacia una ética que ya no tenga el carácter metafísico; es decir, una ética que ya no pretenda constituirse en la aplicación práctica de una certeza teórica acerca de los fundamentos últimos (ni siquiera de modo subrepticio). También el relativismo haría parecer el paso atrás como una pura y simple suspensión del ascenso (existen en la filosofía actual muchos ejemplos, de derivación fenomenológica, que parecen estar contramarcados por la epoché teorizada por Husserl), resolviéndose en una apología del intelectual blasé (hastiado) y, lo hemos visto, un modo de recaer en la metafísica de los principios, en cuanto pretensión de situarse establemente en un punto de vista universal.

Por el contrario, si se quiere corresponder realmente a la disolución de los principios no parece que exista otra vía diferente a aquel planteamiento que se construye en torno a la finitud. Esta no puede entenderse como la exigencia de un salto en el infinito (muchos éxitos religiosos del siglo XIX se argumentaron bajo el reconocimiento de la finitud que prepara el salto en la fe, ya que solo un Dios nos puede salvar), tampoco puede entenderse como el hecho de asumir definitivamente las alternativas que se presentan concretamente desde la situación.

Una ética de la finitud es aquella que intenta permanecer fiel al descubrimiento de la situación, siempre insuperablemente finita, de la propia proveniencia sin olvidar las implicaciones pluralistas de este descubrimiento. Esto con los santos en la iglesia y con los mozos en la taberna, y no puedo eludir el hecho de colocarme en una condición superior; también cuando pronuncio esta frase en un discurso filosófico, estoy en otra condición, la que me impone determinados compromisos, así como cualquier otra condición; la condición particular del filósofo, del ensayista, del crítico, jamás la del hombre universal ¿Qué tipo de ética –máximas para la acción, jerarquía de valores- (por lo demás rarísima en el contexto de la filosofía desencantada de hoy, piénsese en la popularidad de la fenomenología, en el declive de la filosofía hacia las ciencias cognoscitivas) puedo deducir de esta autoconciencia?

Primero que todo, seguramente, máximas y comportamientos del alcance crítico: “si alguno viniera y les dijera he aquí el Mesías, o más allá o acá, no le crean”, también el Mesías se presenta sobre todo (y solamente) en la forma negativa de un ideal crítico. El salto atrás continúa y sigue latente sobre todo en la obra que ya ha iniciado el nihilismo. En todos los campos de nuestra existencia, especialmente en el de la política, estamos situados frente al deber de acabar con la selva negra de los absolutos metafísicos que se presentan disfrazados de diversas maneras (por lo demás, según las leyes del mercado).

Después, la escucha siempre renovada y atenta de los contenidos heredados y de la proveniencia –para no exagerar la dimensión del pasado todo esto puede denominarse alteridad-, también es proveniencia la voz del otro que es nuestro contemporáneo, obviamente, y de igual manera, del cual somos responsables. Esta escucha implicará, como sucede en el caso de la edición crítica de un texto, una cantidad de elecciones filológicas, del conjunto de ideas debo elegir cuáles o qué cosas debo tomar y cuáles debo rechazar, no solo ideas, también valores y principios de los que nos consideramos herederos y por los cuales nos sentimos interpelados; conjunto que se debe individualizar a partir del reconocimiento interpretativo responsable. También es una labor que deben realizar, no exclusivamente, los intelectuales profesionales; además en la sociedad actual, en la que los medios difunden los contenidos de la tradición cultural de Occidente, también de otras culturas; no se puede pensar que la tarea de escuchar la proveniencia –como también Heidegger lo llamaría o de “deconstrucción” como lo llama Derrida, sea un asunto de pocos profesionales. Dicho de otra manera, en términos nietzscheanos, quien no se convierte en superhombre (el que es capaz de interpretar en sentido propio) hoy está destinado a perecer o al menos a perecer como individuo libre. Ilusionarnos con lo que sería un núcleo de conocimientos propios del hombre natural, los que son accesibles para todos con el sano buen entendimiento, es un error de buena fe que ahora no nos está permitido cometer. ¿La Iglesia, las iglesias? Se atienen estrictamente a la idea de una metafísica “natural” accesible al sano entendimiento humano (guiado por las enseñanzas autorizadas de los papas y sacerdotes: he aquí el pecado original, es decir, la historicidad en lenguaje mítico); incluso también para el escepticismo cuando confronta la posibilidad de hacer que todos sean superhombres, interpretes. Sin embargo, tal escepticismo (concretamente la Ilustración) es también la causa principal que aleja esta posibilidad.

La escucha de la herencia no conduce solamente a una “desvalorización de todos los valores”, sino también a retomar y continuar determinados contenidos que se han heredado; muchas “reglas de juego”, de las que, según sabemos, vive nuestra sociedad, no serán revocadas, eliminadas o suspendidas en la ética de la finitud. Muchas de ellas son aquellas que la metafísica o el autoritarismo de las iglesias nos han ofrecido como normas “naturales”, reconocidas como herencia cultural y no como naturales y esenciales; ellas pueden valer para nosotros, pero con una connotación diversa, -como normas racionales (reconocidas con un dis-cursus, logos, razón mediante una reconstrucción de su constitución), sustraídas de la violencia que caracteriza a los principios últimos (la autoridad de la cual se creen que son depositarias). Si deben valer o no es algo que se decide en nombre de aquel hilo conductor que, con una interpretación responsable, asumimos como característico de lo que verdaderamente hace parte de la herencia hacia la cual dirigimos nuestro empeño. Si individualizamos este hilo conductor en el nihilismo, en la disolución de los fundamentos últimos y en su carácter impositivo, ahora la elección entre lo que vale o no de la herencia de la que provenimos, debe hacerse en base al criterio de la reducción de la violencia y en nombre de una racionalidad entendida como discurso-diálogo entre posiciones finitas que se reconocen como tal, y que, por lo tanto, no tienen la tentación de imponerse legítimamente sobre otras.

La ética de la finitud excluye toda violencia que se considere legitima, excluye cualquier violencia que intente acallar todo cuestionamiento con el silencio autoritario del otro, cuando esto se hace en nombre de unos principios primeros.

La ética de la finitud se siente heredera de muchos presupuestos éticos actuales, también de algunos elementos que provienen del kantismo (específicamente la formulación del imperativo categórico en términos de respeto hacia el otro, que considera la humanidad en ti y en los otros siempre como un fin, jamás como un medio), pero despojándola de todo residuo dogmático. También la ética de la finitud se hace visible en la teoría de la acción comunicativa de Habermas y Apel.

En la ética de la finitud, el respeto hacia el otro no se fundamenta, ni siquiera remotamente, en el presupuesto según el cual él sea el portador de la razón humana que es igual para todos. De este principio desciende, según las posiciones neokantianas antes mencionadas, la implicación pedagógico-autoritaria, según la cual, se deben escuchar las razones y los argumentos del otro, pero preocupándose que estos no sean “manipulados”. En lo que se refiere al otro, se trata, sobre todo, de reconocer la finitud que caracteriza a los dos, y que excluye cualquier intento por superar definitivamente lo que de oscuro pueda tener en sí mismo. Se puede observar que aquí no existen razones positivas que sirvan de soporte para el respeto hacia el otro, él mismo indefinido, que somos esencialmente iguales, que somos hijos del mismo Padre, que mi vida depende de otros, etc. En cuanto se enuncian estos argumentos o razones, inmediatamente muestran su carácter vago e insostenible ya que solamente un presupuesto de familiaridad podría justificar el mandamiento de amar a los hermanos o un egoísmo engañoso podría justificar la idea según la cual debo respetar al otro porque es creado como yo o del egoísmo que simple y llanamente sugiere el respeto al otro porque de él depende mi supervivencia, etc.

Si asumimos el nihilismo como el destino de nuestra época, debemos atenernos al hecho según el cual no podemos disponer de un fundamento último; está excluido todo intento que busque legitimar la violencia hacia el otro. La violencia siempre será una tentación –incluso se convierte en toda otra perspectiva ética-, con la diferencia que aquí, en la ética de la finitud, esta tentación es despojada de toda apariencia de legitimación, algo que no sucede en las éticas esencialistas, por lo general enmascaradas (incluidas aquellas “comunicativas” al estilo Habermas).

Pero si el hilo conductor de la disolución de los principios y de la reducción de la violencia no se ha “demostrado”, sino que se ha asumido interpretativamente (por lo tanto, en base a argumentos, que son siempre retóricos, verosímiles, etc.) ¿esta ética será solo un discurso exhortativo? Incluso un metafísico como Aristóteles reconocía que no son la misma cosa las demostraciones matemáticas y el carácter persuasivo de los discursos éticos. Se vale, en cualquier sentido, la ley de Hume, ya que la ética no puede hablar en términos demostrativos. Y la ley de Hume es la condición misma de la ética, ya que no puede ordenar, exhortar y juzgar a no ser que lo que se deba hacer sea un hecho.

Bibliografía

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[1] Doctor en Filosofía de la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma. Profesor interno en la Universidad Pontificia Bolivariana, integrante del grupo de investigación en filosofía Epimeleia. Autor de varios libros y artículos sobre la filosofía contemporánea, especialmente la postmodernidad.

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